Lectors

martes, 25 de marzo de 2014

Sabor, sabor

Es esa palabra que siempre está debajo de cualquier nota de cata.

Se evita porque la utilizan toda clase de productos, desde la margarina hasta un zumo concentrado. Los vinos no tienen sabores. Tienen gustos y aromas. Técnicamente es correcto, pero el consumidor normal no capta el matiz tanto como los profesionales, y desconfía porque entiende que se le trata como a un niño.

No obstante, en términos más coloquiales, lo que se busca cuando se planta una variedad nueva en una viña es otro sabor. Otro aroma, diremos en el sector, pero no haremos más que marcar la distancia. El público lo entendería mejor si dijéramos otro sabor. Eso es lo que haré hasta el final del texto, no por ser díscolo o inexacto, sino por todo lo contrario: para ser más claro.

Se busca una diferencia con lo que se tiene o la semejanza con lo que tiene otro. Se busca ese sabor que ha de triunfar. La cuestión es cómo se hace, o mejor qué se hace para conseguirlo. 

El recorrido hasta llegar al resultado está lleno de zonas oscuras, por supuesto nunca relativas a los procedimientos, pero sí a las variedades.

Y es que hoy día el mercado ha convertido al consumidor en un banco de pruebas, un receptor anónimo de todo lo que se desee producir, y se le ha dado tanta importancia que, sin  pudor alguno, puede ser ignorante, caprichoso, y sobre todo sensible a cualquier campaña de publicidad por engañosa o imbécil que sea. El sabor  es el primer argumento para conquistarle, el segundo el precio. Si alguien piensa que en el vino hay alguna diferencia, salvo en contadas ocasiones, peca de una ingenuidad algo peligrosa.

En las catas de La Guia estamos algo cansados, año tras año, de vinos de esos que los enólogos llaman técnicos.

Ahora se llama así un vino hecho con variedades foráneas, al parecer un eufemismo necesario para esconder una necesidad que son varias a la vez: la primera, sacar la uva de la cepa. La segunda, sacar un vino al mercado para facturar. La tercera, buscar un sabor concreto y determinado, que al parecer dan unas variedades y no otras.

En definitiva, en el momento en que alguien toma la decisión de plantar una variedad que no tiene nada que ver con el entorno elegido está buscando un sabor. Al mismo tiempo, sin embargo, descarta todas las variables que debe tener en cuenta, las desprecia porque vive, quizás, en la misma ignorancia que el consumidor del cual quiere el dinero que necesita para seguir trabajando. Es particularmente curioso que entre esas variables también descarte su propia ignorancia como algo fuera de programa, cuando es el origen de todo.

Así que esas variables no son moco de pavo, pero los últimos cincuenta años del vino en todo el estado español han pasado por encima de ellas parándose a pisotearlas un ratito en algunas zonas.

El proceso por el cual ese sabor pasa a ser la madre del cordero es extraño. Se interpone la cuenta de resultados mediante una propuesta torticera de cambio, de modernidad, de nueva era, de puesta al día, de internacionalización… Eso sí, sin hablar de precios bajos, de copias de un original consolidado en otro tramo de valor muy superior, de mercados frágiles, vulnerables a las mismas maniobras por parte de otras zonas productoras… Y entre lo que se calla y lo que se oculta (a menudo ni se pensaba, ahora ya sí se piensa y por eso ha aparecido este eufemismo de vino técnico), se abre la puerta para el entierro de las variables que no convenían nada (historia, cultura, variedades propias, técnicas ancestrales) para hablar sólo de las nuevas tendencias. Del nuevo sabor, en definitiva.



¿Es más importante una cosa que la otra? ¿De verdad el consumidor ha de ser el árbitro de la variedad plantada en una viña? ¿Quién ha de interpretar eso, el propietario de cada viña o la denominación a la que está inscrito? En realidad, en los casos que más conocemos nosotros y en varias DO del resto del estado, el resultado casi siempre ha sido el mismo si lo hacía uno o la otra; se plantaba zinfandel si hacía falta. Y si se detectaban posibilidades de obtener un buen sabor, se aceptaba la variedad como apta en el listado del reglamento y arreando. En el caso de la zinfandel lo que no se ha dado es el segundo paso, precisamente porque la variedad no prosperó.

Pero un vino, a nuestro entender, no debe ser una componenda. Los enólogos deben hacer vinos consecuentes con el territorio que los genera; al menos se supone que ése es su cometido, y no hacer alquimia buscando la maravilla del sabor universal, casi como si fueran perfumistas buscando el aroma -ahora sí- que había de conducir al mundo entero al éxtasis con sólo husmearlo, al estilo de Jean Baptiste Grenouille.

Esa técnica conocida como coupage tiene cierto sentido si hay algo detrás. Cuando se hacía históricamente no era por una cuestión gustativa, sino porque las variedades con las que se componía un vino se daban bien en la zona, y por tanto ese era el vino de esa zona. Por eso los vinos tenían características diferentes según el lugar.

Hoy, sin embargo, los vinos son todos primos hermanos. En Catalunya, más de la mitad llevan alguna variedad internacional, y distinguir uno de otro a ciegas es tarea de gente muy experta: los que tienen crianza suelen usar barricas del mismo roble o muy parecido, unificando el sabor que la barrica añade. Ahora la crianza sobre lías está casi más discutida que la madera, cosa que tampoco entiendo ya que al menos -salvo en el caso de usar levaduras conducidas- no suma elementos externos a un vino, no añade nada que no lleve ya el propio mosto. Es difícil encontrar algo peculiar en el 80% de lo que probamos, y nos cuesta contentarnos con una gran calidad técnica. Cuando hablo de peculiaridad, me refiero a nuevas ideas, a nuevas formas de trabajar, a la creatividad dentro del margen de acción que marca el uso de las variedades tradicionales, e incluso, en el momento actual, a la recuperación o preservación de alguna de ellas.

Por eso, cada año cuando acabamos, lo que más nos cuesta es entender el momento de arrogancia que el dinero y la consiguiente búsqueda de ese sabor motivan. Una arrogancia quizá necesaria para añadirse a la vulgaridad, porque hay pocas cosas más vulgares que la arrogancia y los argumentos que genera el cortoplacismo. Ambas pasan por encima de cualquier otra variable, pero lo más grave es que en muchos casos los efectos de una actitud así son irrecuperables.

Casi cada día vemos que el individuo no se debe poner por encima de su historia ni de su entorno, ya que algo así suele pasar factura. A pesar de la posibilidad técnica actual, el mundo del vino lo está aprendiendo poco a poco, tan despacio que yo mismo no veré más que una pequeña parte del resultado: debe dejar de centrarlo todo en el consumidor, ya que interpretar y a veces estimular su capricho conduce a pérdidas irreemplazables.

En vino, el disfrute del consumidor debe centrarse en transmitirle el territorio y su producto tradicional e histórico, pero nunca en sorprenderlo con sabores nuevos que nada tienen que ver con un entorno forzado a producirlos para facturar un poco más.

Aunque como he escrito poco más arriba, yo no lo veré más que a la mitad, y eso con optimismo.

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