Lectors

sábado, 15 de marzo de 2014

Sobre las ferias

A menudo me da por hacer transcripciones casi lineales de lo confesable que mi cabeza genera en algunos entornos. Este texto lo escribí después de estar apretujado un cuarto de hora en la cola de Alimentaria 2012, y para  mí es vigente aún.
Por eso este año La Guia se dará una prórroga en la organización de actos públicos, ya que necesitamos reflexionar sobre la posibilidad de asentar un modelo diferente al mayoritario; al sector le cuesta incorporar alternativas incluso cuando los sistemas conocidos han caído en la obsolescencia más absoluta, pero nuestras propuestas son aún débiles para cambiar nada.
Anticipo las disculpas por el carácter desinhibido e inmediato de algunas “reflexiones” dentro de este texto. A mí, simplemente, me divierten mientras no consigo evitar el vicio de analizar, sin  pudor alguno, todo lo que aparece también sin pudor de ninguna clase ante de mis narices.


Ganarse honestamente un dólar



Una jauría ávida forma una cola en la que estoy atrapado, sin que pueda hacer nada por liberarme de los subproductos de quien me preceda o que se encuentre detrás de mí, y que se deje oír, por desgracia. No escribiría esto si no fuera por cierta vergüenza ajena que se apropia de mi cabeza entera cuando oigo tonos estudiados, confidencias forzadas o quizá imposibles de retener sobre la cena de anoche, de la cual una chica joven, rubia de bote, quiso liberarse pero no pudo nunca antes de las doce. Me la imaginé respondiendo, cuando la invitaran a un whiskito, que mejor no porque le sienta muy mal: y ante la pregunta de qué le pasa para que le siente mal, contestando “las piernas, que me se abren”. Quizá lo hizo, porque parece que la compañía no tenía la edad necesaria, y como cenicienta, decidió retirarse prudentemente antes del destilado fatídico que accionaría sus abductores como por arte de magia. Ya se sabe, en las ferias pasa de todo.

Mientras doy rienda suelta a estas reflexiones para matar sanamente el tiempo, detrás de mí me ataca suavemente una mano en el hombro.

- Disculpa, ¿tú eres el redactor de TVGA?

Me volví intentando entender de qué iba la cosa, pero por mi falta de interés, tan aleatoria y brownoidea como siempre, no lo conseguí. Un loro de ojos vistosísimos explotaba su única cualidad con desparpajo, sonriendo sin enseñar los dientes, pero obviamente interesada en la respuesta para que asintiera o me quitara de en medio de una puta vez. Al ver que no entendía, me señaló ante mí a un tiparraco que portaba una cámara de video en el hombro en la que no había reparado siquiera. Entendí entonces que pensaba que yo formaba parte del equipo, y por toda respuesta la invité a pasar para que le comiera la oreja al verdadero redactor-cámara-reportero-chico para todo de TVGA: tanto ella como su jefe, que iba detrás arrimando la cebolleta a hurtadillas. El pobre hombre que cargaba con la cámara intentando que nadie se partiera la crisma  se resignó a escucharla por educación. La chica mendigaba un cameo aunque fuera rápido, por supuesto:
- Pues mira, estamos aquí en multiproducto y somos gallegos. Trabajamos cuarta gama de verduras, ¿conoces el producto?
- No. ¿Es gallego?
- Claro, claro, somos una empresa gallega.
- Me refiero al producto, no a la empresa.
Duro, el hombre. Venía a hacer un reportaje de productos gallegos, no de verduras de cualquier lugar en donde las vendieran baratas, para después de comprarlas regateando incluso, cortarlas y embolsarlas de cualquier manera.
- Hombre, no toda la verdura que tenemos es gallega, claro. Hay verduras que vendemos que en Galicia no se pueden cultivar.
- Pues entonces veré si me queda al final para unos segundos, pero antes tiene que entrar producto gallego, ya sabes. Marisco, pescado, carne, lacon, grelos, albarinho, ribeiro, orujo, queso... Creo que no voy a tener tiempo.
- Bueno, pero puedes hacer un esfuerzo, ¿no? ¿no lo harías por mí?
Sólo vi la cara del pluriempleado, pero me habría gustado más ver la de la chica. Quizá confiara en el pestañeo intensivo de sus ojos, pero sólo consiguió que el hombre saliera del paso educadamente. Por si acaso ayudaba, su jefe sonreía justo detrás, arrobado en una mueca gilipollas, quién sabe si el profesional de la imagen-redacción-periodismo-suslabores prefería la carne al pescado, por supuesto gallegos siempre. Yo les habría soltado un directo a la mandíbula en forma verbal clara, si ha de ser por eso no creo que pueda, pero no lo hizo. Fue mucho más diplomático: con acento muy gallego, todo él temático como era, cogió la tarjeta y respondió veré lo que puedo hacer, girándose después de una media sonrisa de compromiso que quería decir mejor le pones un cirio a la virgen de Lourdes.
Por fin conseguimos entrar. Mientras me entero de cómo se acredita uno aquí, voy oyendo perlas producto de reencuentros bianuales, o quizá más a menudo entre toda esta horda de feriantes-comerciantes-pedigüeños-zalameros, que  llenan la entrada de trajes, corbatas, panzas incipientes los más jóvenes, bodegones inmensos que atestiguan los años de comilonas feria tras feria, los veteranos: de vestidos vistosos y elegantes, pero provincianos y de pésimo gusto la mayoría, que llevan las mujeres que van a vender, entusiasmadas por su presencia en un evento tan caro como ostentoso e irreal. Oigo a mi espalda alguien que habla por teléfono y que intenta encontrarse con otro, preguntándole ¿cómo vas vestido?, quizá por si acaso va en pelota. Una venta fuerte habría de ser para que alguien aguante esa pregunta sin colgar el teléfono; al menos un servidor no la habría aguantado, me habría largado de allí por haber asistido, al haberla oído, al máximo de la obscenidad por una venta, a la ausencia de materia gris por un roñoso dólar que ganar honestamente, a ese lo que sea por encontrarnos y vender alguna cosa antes incluso de entrar en las salas de exposición. La respuesta más normal, llevo traje y corbata, y entonces no habría manera de encontrarle; la respuesta más directa, llevo taparrabos y un hueso debajo de la nariz.
Dentro todo son sonrisas, abrazos y elogios. Aquí todo el mundo triunfa, todos sonríen, rodeados de stands diseñados para acojonar payeses, que tienen ya muchos años encima, aunque se conserven bien con algo de mantenimiento. Pero pertenecen a otra época, a la de vacas gordas, las mismas que ahora muestran la piel pegada al esqueleto después de siete años de plagas y sequía, como si se repitiera la historia bíblica; los expositores quieren que parezca que no se han enterado, que ellos están por encima de esas minucias, y que sus empresas tiran como la locomotora del tren bala. Todo el mundo hace la pelota, pero entro en la rueda sin transmitirla, aún a riesgo de parecer borde.
Sin embargo, mientras me hago la ilusión de que no transmito el peloteo y de que con ello consigo algo, me doy cuenta de que sólo soy un espectador que se niega a levantarse en un inmenso y repleto campo de fútbol, mientras el resto entero del estadio, en un acceso de coherencia con toda su vida entera hasta hoy, hace la ola.

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