Lectors

miércoles, 30 de abril de 2014

LA FIESTA



 (escuchar toda la canción)

Yo también he estado alguna vez en esa clase de fiestas en las que lo mejor era no estar invitado. Detalles aparte, solía ocurrir que a la mañana siguiente no te acordabas ni de la mitad de lo ocurrido; y a veces pensabas si valía la pena, por el posible espectáculo que otros presenciasen, consciente de la vergüenza ajena que uno pasa cuando es el espectador en esos casos.

Uno abre la puerta de su casa y entra cualquiera: es un planteamiento como cualquier otro, pero llega un momento en que hay que poner unas normas, un poco de ortodoxia en la propia vida.





Con humor, desde luego. Pero con orden. Ya no puede entrar cualquiera en cualquier lugar, ya no quiero conocer a tanta gente, ya no me apetece no saber qué pasó anoche.


A las DO catalanas les debería pasar lo mismo. Orden, un poco de ortodoxia, y sobre todo rigor a la hora de definir el futuro. Se intuye en algunas esta dirección; sin embargo todavía hay síntomas de fiestas multitudinarias a las que nadie ha sido invitado, pero viene todo el mundo, sea francés, alemán o italiano.

Ahora hay que poner un portero cachas para no dejar pasar a los que se instalan sin permiso.




martes, 29 de abril de 2014

MAL DÍA DE TREN

Hoy el tren funciona como el culo. Es uno de esos días en que no se esfuerzan siquiera en explicar nada acerca de las razones por las cuales los pasajeros de tres trenes estamos comprimidos en uno solo, lleno a rebosar, hasta tal punto que no cabe un solo pasajero más en la plataforma de entrada al vagón. Nos sostenemos unos a otros a cada movimiento del tren, que dicho sea de paso, parece como si lo llevara un novato; quizá incluso no esté muy católica la mecánica, en cuyo caso puede que no lleguemos nunca a destino.

Hay un hombre con una bicicleta grande a quien otro, muy inteligente, práctico y oportuno, le recrimina que no la comprase al menos plegable, para no molestar hoy. El ciclista, con buen criterio, no contesta siquiera, mientras el resto entero del vagón puede percatarse de la imbecilidad de la sugerencia. Otro bosteza tragándose todo el espacio circundante, enseñando al tiempo todas sus mellas y sus caries sin pudor alguno, obligando a desviar la vista de inmediato, también el olfato ante semejante escape de zyklon B, mientras un servidor piensa en las maravillas de la higiene diaria y rutinaria. El tren no avanza y los nervios aplacados de los sufridos viajeros están a flor de piel, pero resignados ante una suerte colectiva que suele ser habitual, conscientes de que no sirve para nada quejarse unos ante otros, de que ni ante ningún responsable serviría de nada. Estamos en un país muy pretencioso y vulgar, pero a menudo la realidad salta al primer plano: es una mierda de país en el que ni el tren más básico logra funcionar con regularidad.

Me quiero sentar, se oye desde debajo de un pasajero de unos treinta años, al parecer peruano, que va acompañado de un niño de unos diez años. Pero no ha sido él el que ha reclamado un asiento; se trata de otro que debe tener a lo sumo tres o cuatro años, a quien el padre sujeta de la mano. Reparo en él y me doy cuenta de que no es sólo cansancio, sino la irrealidad de ver sólo pies, rodillas, oscuridad y suelo lo que le está amargando el viaje. La cantinela se completa con un estoy cansado, me quiero sentar, en tono llorica, aunque manifiesta su hastío, razona su exigencia sólo una de cada tres veces que reclama ese reposo legítimo y prioritario, según todos los reglamentos, para un niño de su edad; pero imposible en esas circunstancias. El padre ignora nueve de cada diez veces que el niño repite, para intentar convencer al niño de un imposible; pronto ya llegamos, aguanta un poco, le dice, en esa manera tan especial de usar los adverbios que han traído consigo al cruzar el charco. Pero no tiene éxito: el niño ya ha comprendido lo que es este país, ya sabe que ha construido con dinero ajeno las infraestructuras que hacen que parezca desarrollado y solvente, sin cambiar en absoluto su esencia cateta y tercermundista. Me quiero sentar, continúa, haciendo caso omiso de las patrañas de su padre, entusiasta temporal de Renfe y comprensivo con su servicio puntualmente deficiente sólo ese día.

Su hijo no comulga con ruedas de molino. Se quiere sentar. Quizá alguien le haya explicado ese derecho fundamental de todo niño, convertido por este tiempo en el tirano por el cual todo es posible y deseable, todo sacrificio es poco, toda ñoñería puede tener lugar. Acostumbrado a vivir en Jauja, el enano no comprende que una hora de pie es una minucia para los que sabemos quién es Renfe y cómo trabaja. Se oye cíclicamente, ahora ya con una pausa muy corta de apenas un segundo entre una y otra vez, me quiero sentar, sin que sea posible una solución alternativa o una negociación que alivie el martirio ajeno.

Su hermano, sin embargo, aún no ha sido víctima de la situación. Lleva en la mano un coche amarillo que le enseña a su padre, parece que lo ha cambiado por otro en el recreo, según dice. El padre intenta evadirse del ansia explícita de reposo del pequeño, y comenta el canje mientras examina el todoterreno amarillo, una ranchera con números rojos que me recuerda a la coñoneta de Kill Bill. Por debajo una voz quejumbrosa y previsible dice quiero el coche, adquiriendo de pronto el mismo ritmo de reclamación constante, la misma pausa tan breve como exasperante entre una y otra repetición de la misma frase. Algunos pasajeros ríen, finalmente yo también, mientras el padre, entre azorado y esperanzado, por si su hijo se calla de una puta vez, le da el jodido coche a ver si se lo come. El hermano comprende, no sin una pequeña represalia; se oye Auuuu, me ha pisado, unos segundos después de que le hayan quitado el coche. Una mirada del padre, una excusa, el movimiento del tren, ha sido sin querer. Nadie se lo cree, pero no va a pasar nada. Otra sonrisilla, de nuevo silencio. Seguimos sin llegar, sin avanzar más que esporádicamente, nunca más de cincuenta metros a paso de tortuga, pensamos todos una vez concluida la distracción. Volvemos a la realidad que nos gusta menos todavía.

Pero no. Sólo durante un minuto. Me quiero sentar, continúa, porque la coñoneta no le ha solucionado el problema. Medio minuto más de martirio y comienza a lloriquear. Aparece una mano que tira de la chaqueta del padre, cambiando de pronto la estrategia: Papa, me subes? pregunta primero, para luego exigir súbeme, Papa, que alterna con una previsible evolución al imperativo aún más directo Papa, súbeme. Su padre, sin embargo, va resistiendo al ver que el tren se arrastra como una serpiente hacia su destino. Quizá la tuya sea la próxima parada, coño, pero súbelo de una puta vez, tío, que estamos hasta la coronilla de tanto estribillo, pensamos todos, aunque nadie se atreve a decirlo. Finalmente, harto él también del puteo del crío hacia todos sus congéneres, se lo cuelga al cuello. Aparece un niño cetrino, moreno y triunfante después de llorar, que consuma su victoria con una pregunta estudiada, que persigue consolidar ese paso que ha logrado, que no quiere bajarse más a ver pies y pantalones y rodillas y zapatos y chicles mugrientos pegados para siempre más en el suelo estriado de la plataforma del vagón.

-¿Puedo dormir?



Su padre asiente resignado. Es el único que ha conseguido lo que quería. Una carcajada general, por un momento, hace que no importe dónde estamos; parece que todos nos hemos dado cuenta de quién y cómo consigue lo que quiere hoy en día. Ahora Renfe puede seguir martirizándonos un rato más, es evidente que nosotros no sabemos reclamar como se debe.









lunes, 28 de abril de 2014

EPICURO

Entre las figuras usadas para justificar la calidad del lenguaje y de los contenidos tradicionales de eso que se conoce como “cultura del vino”, Epicuro es un recurso muy sobado. La mayoría lo utiliza para declarar de sí mismo que es un entusiasta del placer a través de los sentidos, pero también que su percepción va más allá de la mano del filósofo. Que lo suyo no es puro hedonismo banal e inconsecuente, no es la búsqueda del placer per sé.

Sin embargo, es interesante ver en qué sentido profundizan en los contenidos alternativos a esa búsqueda del placer per sé. Suele ser mediante adjetivos muy expresivos acerca de sus sensaciones, mediante descripciones tan barrocas como siempre positivas de sus catas, de los paisajes y bodegas que visitan, de sus experiencias. Hablar de ello, por bonito que sea el envoltorio, no cambia el enfoque, sigue siendo hedonismo: parece que enrollarse como una persiana sobre el terruño, la cepa, o sobre el vino en sí no es todo lo que da de sí este tránsito casi místico del hedonismo al epicureísmo.

En esencia, siempre que a un consumidor se le recomienda un vino mediante una nota de cata, se le está diciendo lo mismo que cuando se le vende un yogur: "ESTÁ MUY BUENO, CÓMPRALO". Pero es necesario que haya un código diferente  de esta obscenidad que usan otros productos: digamos un código epicúreo. El que crea que transmite algo diferente al consumidor cuando hace una nota de cata o un post sobre un vino, es evidente que necesita reflexionar mucho más acerca de su trabajo. 

Me resisto a creer que eso es todo lo que se puede hacer. Por eso confieso mi incapacidad para apuntarme a esta nueva “tendencia”. Primero, porque al ser una opción puramente individual me parece poco productiva. Segundo, porque en la mayoría de las ocasiones en que la gente cita a Epicuro, cinco minutos antes o después lo busca en el google desde el móvil. Tercero, porque entre Epicuro y el hedonismo hay una finísima línea que muy pocos tienen clara, si es que alguna vez ha sido algo más que un matiz. Y cuarto, porque es casi siempre una muletilla que se tiene a mano para quedar bien.

Si me siento a catar, no busco solamente transmitir el placer de mis sentidos, que es lo único que buscan explícitamente la mayoría de los profesionales del sector. Nuestra opción es otra muy diferente, hacemos un trabajo de campo sobre el cual avanzar en la autenticidad y calidad del vino catalán, a la vez en ambos caminos.

Habrá quien diga que si nosotros ya lo hacemos, ellos pueden entonces disfrutar de la vida y ser “epicúreos” si les da la gana. Desde luego éste es un país libre, o al menos lo era hasta hace poco: pero el que diga eso debería darse cuenta de que explicita su voluntad de no aportar nada en absoluto a ninguna clase de proceso. Si se admite después eso, no tenemos problema; pero en realidad no se admite casi nunca, hay gente muy ambiciosa.

De todos modos, catando sólo para decirle al consumidor lo bueno que está cualquier vino (el que sea si ha pagado o ha facilitado una muestra, esté como esté), o sólo para valorar el  placer individual de cada uno, a mí me da la impresión de estar satisfaciendo instintos no precisamente racionales: parece como si me dominara mi lengua o mi estómago. Salvando la escasa distancia física, un poco como el actor de este corte.



Y que quede claro que es como me sentiría yo si catara con ese propósito; ni es vinculante ni alude a nadie, por supuesto.

Al final, mi impresión es que estoy aquí para hacer algo más que “prescribir”, haya o no dádiva previa; algo más que esforzarme cada día en no desarrollar todo lo que puedo, sólo para seguir facturando lo que se pueda entretanto, con la ayuda inestimable de Epicuro cuando alguien me mira con cara de no entender nada.




domingo, 27 de abril de 2014

CRITERIO





No es fácil de definir. Y es que se tiene o no se tiene, como dice Bardem en el corte. Si se tiene, se nota, y si no se tiene, también. Es algo que cuando falta se recrimina, que cuando se tiene se destaca.

El criterio puede hacerse a medida de lo que uno quiere. Por supuesto, uno puede marcarse las pautas de su trabajo a voluntad y llamarle criterio. Pero como dice Bardem, la propia palabra lo dice: eso no es criterio.
Criterio es un imperativo categórico que seguir. No es una conveniencia, no es un método de trabajo, es una premisa que no se puede saltar uno a la torera.   Su vigencia no depende de las necesidades económicas, porque si es así entonces no tiene suficiente fuerza, y no es un criterio sino una idea que más o menos sirve para tirar p’alante.

Para nosotros criterio es el hecho de que La Guia nos ha pasado por encima. No estamos cómodos con esa situación, pero nos da la impresión de que sólo somos las piezas ahora necesarias para que salga cada año: somos los que la llenan de referencias y notas, en una propuesta con un contenido de coherencia innegociable; gustará o no, pero nadie duda de que es un criterio. No es del todo agradable, de verdad, pensar que nos debemos a un imperativo que ya no es del todo nuestro, sino que la propia Guia y su trayectoria nos lo exige.

Hay quien no tiene esa deuda, por supuesto. Entonces el criterio, si se le puede llamar así, es escuchar al mejor postor. Así se vive mejor, por supuesto, pero uno tiene que andar por ahí con la sospecha de que todo el mundo duda de su criterio en cuanto se da la vuelta.


A mí no me gustaría nada.

viernes, 25 de abril de 2014

LA VIDA ES MARAVILLOSA O NO ES

Para algun@s es así de simple. Confieso cierta envidia, yo no aprendí a borrar y olvidar una parte de lo que veo, huelo y oigo para que no interfiera en el resto del tiempo del que dispongo. Estoy seguro de que es porque no creo en la felicidad como tal: a veces algo se le parece, pero es pura casualidad (Julieta Venegas).

Es difícil creer en que tapando todo lo que no es deseable las cosas se solucionen. Hay demasiados ejemplos a lo largo de la historia de cómo esta actitud ha convertido todo aquello que silenciaba en una olla a presión, que siempre ha acabado por explotar tarde o temprano. La felicidad, en cualquier caso, sólo se da por espacios limitados de tiempo, muy concretos y conscientes de su carácter transitorio, y reconocibles por el contraste, la diferencia enorme respecto a todo el resto.

En nuestro sector se es siempre feliz. Es evidente. Los vinos son todos al menos buenos, cuando no excelentes y espectaculares. Los profesionales, todos, maravillosos, abnegados y capaces a más no poder. El trabajo de las bodegas, meritorio en toooodos los casos. No hay contrapunto a todo esto, ¿para qué? La vida es maravillosa, o no es. Es así de simple: basta con decir “yo, de lo malo, no hablo”. Y es que además de no servir para nada, arruga un huevo.



jueves, 24 de abril de 2014

NO ME CONVENCE, TE LO DEVUELVO

Una vez un amigo me prestó un libro, un gran libro. Se llama “Días de guardar”, de Carlos Pérez Merinero, una de las mejores novelas negras que he leído nunca. Entonces era ya un título descatalogado, pertenecía a la famosa serie negra de Bruguera que nunca más se reeditó: por eso le avisé de que yo soy muy malo con los libros, de que me los llevo a todas partes, de que los leo en cualquier momento en que alguien me hace esperar, y de que cuando acabo con ellos se ven algo maltratados.



En tan solo una semana se lo devolví, pero me preguntó, al verlo, por qué razón me había empeñado en morderlo. Le consolé al decirle que era la mejor novela negra que había leído nunca. Al cabo de un tiempo encontré un ejemplar en una librería de viejo y se lo repuse en condiciones. Yo nunca lo he tenido, ahora que pienso.

El libro me convenció. Y yo le reconocí que tenía una idea muy parecida a la mía de lo que debía ser la novela negra: descarnada, directa, y, desde luego, narrada desde el punto de vista del malo, siempre dispuesto a dar la peor cara de sí mismo y a que no le importe una mierda.

Todo está en cómo se devuelven las cosas, pero siempre depende del punto de vista; yo noté que prefería casi el libro roto que el nuevo, porque con el roto había una historia y con el nuevo poca cosa más que un ejemplar. Lo intangible no se rompe, pero tampoco existe si no se tiene en cuenta más que lo que se toca.

En la Guia tenemos la sensación de haber prestado mucho, o más bien ofrecido, para obtener de vuelta no un libro más apreciado incluso que maltratado, sino quizá un simple NO por respuesta, después de desmenuzar el contenido hasta destrozar el conjunto sacándolo de contexto, poner todas las piezas dentro de nuevo, y devolverlo inservible meneando la cabeza, pero sin un solo argumento real en contra; con el insulto añadido de saber que los que niegan no han leído nunca mucho más allá de los titulares.





 Hace tiempo que recogimos el despertador, lo reparamos y nos pusimos a seguir nuestro camino. Hoy, hasta los mismos que en su día lo destrozaron usan uno igual, pero no dicen de dónde lo han sacado.

Al final, las cosas suceden contra el guión: el infierno es para los que no tienen miedo a las consecuencias de sus imperativos, el cielo para los que guardan las formas dejando que se pudra el contenido.




miércoles, 23 de abril de 2014

En el día de la rosa

Supongo que en todos los países, pero en este especialmente, cualquier propuesta que no se autosostenga debe desaparecer. Una de las expresiones más claras de esta realidad es el día de la rosa, en que libreros y floristas se buscaron la vida para facturar al menos un día al año. El estado no está para hostias, por importante que sea la labor que haga uno, y el mensaje es muy directo: si no sabes ganarte los cuartos tendrás que tomar decisiones drásticas para conseguirlo o desaparecer.


Es la forma más cruda de expresarlo, pero éstos son los términos, así, en crudo. A nosotros tampoco nos caen los adjetivos que palían o adornan normalmente esa falta de inversión, pero casi que lo preferimos así. En crudo.

La propuesta alternativa es más cruda aún. Si quieres las pocas migajas que puedan caer al cortar el pan -en caso de que haya algo de lo que no me haya enterado, eso es todo lo que hay ahora mismo- tendrás que pasar a un tono siempre amable y positivo. Las críticas, en cualquier caso, deben ser muy veladas y suaves, y siempre suscritas por una sola persona a nivel particular, nunca por el medio que publica.

El secreto para no pasar por el tubo, como hemos dicho otras veces, está en no aceptar esas migajas ni tampoco publicidad. Las consecuencias de ello son evidentes en ambos sentidos, en caso de que se quiera ejercer la libertad de opinión: en caso contrario, no vale la pena, es mejor abrir la mano y recoger lo que ahora son mendrugos de pan seco, por la confianza en que cuando todo vuelva a parecerse en algo a lo de antes, puedan convertirse en hogazas de kilo y medio, aunque está claro que acabarán siendo baguettes de 200 gramos todo lo más.


Hay que asumir, en ese caso, que se está en la misma situación que este actorcillo, que aspiraba a trabajar para el cine nazi en plena guerra civil.



   Esa rosa que le pone en la boca el nibelungo viene muy bien hoy, redondea el post. A veces queda la esperanza de que, en alguna clase de ínterin como el que sugiere el hombre al final, los medios más amarillos puedan pensar, como pretende hacer él en caso de que el nazi le suelte su herramienta. No se cumple nunca, pero siempre queda esa esperanza del ínterin y de la vuelta a la integridad desde el lado oscuro.






martes, 22 de abril de 2014

NO ENTIENDO NADA



En Catalunya nos ha pasado algo parecido a lo que la pobre Penélope tiene que tragar con esta copla en alemán. Estoy seguro de que la escena tuvo que rodarse una y otra vez, porque es imposible que todo eso que canta tenga un sentido real.

En la práctica no da tanta risa, porque al fin y al cabo la situación es parecida. Y es que una andaluza, una tonadillera, cantando una copla traducida al alemán da una risa tragicómica. Es cateta hasta el tuétano, absurda hasta la parodia, pelotillera hasta la náusea. Al final de la canción da un poco de pena incluso.

Me pregunto cómo sonaría un Pinot Noir plantado en Prenafeta, un Merlot plantado en Vilafranca del Penedès, un Gewürztraminer plantado en Pacs, un Riesling plantado en Tremp, un Syrah en Tiana, un Chardonnay en Batea, o un Cabernet Sauvignon en La Morera de Montsant.

A mí me suenan a lo mismo. Son lo mismo.

Oigo a Penélope cantar de nuevo en cualquier idioma, menos en el que toca.

viernes, 18 de abril de 2014

Descorchar

Antes no se buscaban tanto las ocasiones; se descorchaba una botella común con cualquier excusa. En el momento en que una especie de avaricia generalizada se convirtió en la norma, una botella de vino o de cava suele ser motivo de celebración, o quizá se utiliza para remarcar la singularidad de algún encuentro.
Entonces el vino tiene al menos que parecer bueno. Si puede ser que lo sea, mejor. Para que la ocasión se recuerde y el esfuerzo hecho se reconozca, es evidente que el nombre del vino debe ser francés, y si puede ser un poco exclusivo, mejor.



De momento, acontecimientos como el que parecería estar a tiro de James Stewart en este corte merecen el mejor de los Montrachet. Luego no se come la rosca, pero es por su culpa, no porque ella no ponga de su parte. Él, en un acto casi altruista, sigue mirando por la ventana despreciando la ocasión que, como decía García Márquez en su libro preferido, pierde para siempre. Quizá pudiera repetir más adelante, pero esa la pierde para siempre.

Es importante tener una buena botella a mano. Ayuda a apreciar las ocasiones, a añadir valor. A veces desde la óptica más cateta, porque no es lo mismo tener a tiro a Grace Kelly con la ayuda de un Montrachet, que a Judit Mascó con un Chardonnay del Penedès.

A  veces la percepción ajena de las cosas nos ayuda a dar medida al valor de lo propio.

Nos queda un imperio para llegar a la mitad de eso que se percibe en este corte.  

jueves, 17 de abril de 2014

PUTA CAPRICHOSA

El tiempo, todo el que no se haya querido contar mientras pasaba, cae un día como una losa encima de cualquiera. Me cruzo por la calle con alguien que  quiso parar el reloj exhibiendo su bonanza, el augurio de una vejez cómoda y plácida, con recursos para atender los achaques y prolongar un descanso ganado con cada día de trabajo; la cabeza antes alta proclamaba la certeza de haber construido un edificio fuerte que mantuviera esos ingresos, siempre a base de trabajo, siempre merecido, sólido, perdurable.

Pero el tiempo se desploma encima de uno como una piedra inmensa, un día cualquiera en que la propia columna vertebral no logra sostener lo que a uno se le viene encima. Todo a la vez, el que no se haya querido contar mientras pasaba. Un revés y todo al traste. La vida soñada está de repente en entredicho por la memez de otro; así es en este caso concreto en que asisto a ese abatimiento que parece constante, pero que interrumpe en cuanto me ve irguiéndose desde la primera hasta la última vértebra, en medio segundo tan ansioso como doloroso. No saluda siquiera, se preocupa de mirar a otro lado mientras se cruza esforzándose para ignorarme.

Los tiempos cambian, a despecho de que las personas depositen su fe en que un buen momento pueda prolongarse en su vida para siempre. Al fin y al cabo es posible; para desearlo sólo hay que fijarse en tantas ocasiones en que esa suerte se ha dado, ya que sus destinatarios o los más allegados a ellos, tarde o temprano, han hecho alarde de ello. Al escoger ese espejo para mirarse, nadie se da cuenta de que esas experiencias se airean tanto porque son excepciones. Ni tampoco en que al recibir ese premio, se acaba pensando que se debe mucho más al mérito que al azar, al entorno o al momento.

Quizá por el ansia de prolongar esa suerte los que la disfrutan se imbuyen de una idea de perpetuidad que casi nunca es cierta: porque la justicia es sólo una puta caprichosa que va porque quiere de mano en mano y se queda el tiempo que quiere con quien le da la gana, pero mucho más con los poderosos, que es con los que les gusta más estar; con ellos se bebe champagne para enjuagar la boca después de un trabajo, mientras que con los pobres, vino barato todo lo más.




Toda esa legión de zorras abandona a unos, se va con otros, cambia de lugar; por aquí ya no aparece demasiado, al menos durante una temporada larga, porque aquí ya no hay dinero. Ya no hay poder, ya no hay champagne. Ya nadie alivia el peso de la vida, del tiempo, entre las maltrechas vértebras de las medianías. Sólo los poderosos de verdad consiguen retener a la furcia de turno, instalada en sus aposentos como una odalisca sólo mientras le muestren cada día más billetes y viajes, más casas y más vacaciones, mucho más glamur y más armarios llenos de vestidos de colección. Esa justicia prostituta, casquivana y perdularia se ha marchado del regazo de los que aspiraron a algo modesto en realidad, pero quizá muy pretencioso para sus posibles. Abandonados a su suerte ya ni siquiera miran hacia el futuro, esa incertidumbre se encarna en una nueva curva en su espalda y su cuello, en la observación rutinaria del embaldosado público mientras camina, en que ese es ahora el gesto natural que sus cuerpos adoptan en cuanto cae la concentración.

Avercómoacabatodoesto, parece preguntarse ese hombre una y otra vez según avanza, justo antes de enderezarse al verme, como por la acción de un resorte. A una parte de mí le gustaría pararse a observarlo, o seguirlo discretamente para asistir al momento inexorable de la vuelta a la realidad, para ver caer todo el tiempo que quiso parar sobre unos hombros antes siempre erguidos, ahora doblegados por el peso de la adversidad, por el abandono de la fulana; por la vuelta a la angustia y a la duda, por la proximidad de la vejez; por el vástago inútil y apocado, por la nueva circunstancia de un negocio que ya no es lo que era; por la certeza de que al fin y al cabo él y su chiringo han envejecido juntos para volver poco más o menos al punto de partida. Al poco, a la otra parte de mí le cuesta disfrutar con la derrota ajena por mucho que nadie la merezca. Por eso me largo rehuyendo el regodeo, sin perder el tiempo en la miseria que él mismo cuadruplica, sin duda, con sus cábalas, sus cálculos, sus presentimientos para el futuro.


Quizá sopese anunciarse en el diario local, no sea que se trate de un simple extravío más que de un abandono: Se espera a la puta caprichosa de vuelta en casa; se la echa de menos desde hace ya tiempo.



martes, 15 de abril de 2014

Matar al mensajero

Al fin y al cabo es lo más sencillo. Se elimina al que trae la mala noticia y parece como si la propia noticia desapareciese al menos por un momento, un período más o menos prolongado de alivio que no es sino una prórroga.

El historial de La Guia está lleno de intentos de hacer desaparecer al mensajero. La sorpresa año tras año, al volver a salir la publicación, ha sido importante. Sobre todo en el segundo y en el tercer año, ya que fue entonces cuando las acciones y comentarios menudearon más; fue entonces cuando los intentos para neutralizarla fueron más contundentes.

Habrá quien diga, otra vez, esa milonga de no es lo que dices sino cómo lo dices. Pero no es cierto, ya que en el caso de La Guia el problema es el qué, y no el cómo. Nuestra propuesta ha sido siempre salir del corto plazo para construir un proyecto común de largo plazo, sostenible por su argumentario basado en el territorio. Para ello hemos desarrollado temas progresivamente, Guia a Guia.

En la primera tan sólo apuntamos que las variedades foráneas estaban presentes en casi todos los vinos tintos, y que además había defectos de elaboración en los vinos basados en las más evidentes; que aparecían como notas comunes tomatera, pimiento, y en caso extremo, patata, defectos claros procedentes de la materia prima de las tintas globalizadas (pyrazinas). La tormenta fue notable, por supuesto.

Para la segunda edición encontramos un editor que se rajó en el último segundo, según dijo presionado por ambientes que es mejor no comentar. A pesar de todo logramos salir al mercado, y en la Guía incluimos textos que profundizaban en las raíces históricas de un panorama como el que nos encontramos ya por segunda vez. Fue cuando escribimos en nuestras conclusiones que la adaptación al clima mediterráneo de la Merlot y la Cabernet Sauvignon es deficiente, debido a los veranos secos y calurosos que casi imposibilitan la maduración completa de la uva.

Para el tercer año explicamos la incidencia en la calidad de la uva -sobre todo cómo afecta a la uva tinta de variedad foránea- de las circunstancias socio-económicas de la producción: concretamente el efecto que tiene en la maduración incompleta de la uva la política constantemente aplicada de precios bajos por kilo de uva. No lo había relacionado nadie en ningún texto hasta entonces.

En la cuarta edición nos centramos en el funcionamiento de las Denominaciones de Origen en el estado español, desentrañando su función real de gestor comercial de un grupo de productores asociados. Fue la primera vez que se escribió, incluso en vadevi, que Catalunya era  -y es aún- el único lugar del mundo en donde un productor puede elaborar tres vinos iguales de cabernet, merlot y syrah dentro de cada denominación de origen, llamarlos igual a todos y cambiar tan sólo el registro de embotellador y el sello de la DO correspondiente. Tampoco nadie por escrito había reparado en ello aún.



En la quinta comenzamos a apuntar la idoneidad de los cupajes que se hacen tan sólo porque el vino es líquido y se mezcla con cualquier otro líquido: reivindicábamos, por ejemplo, que aunque sea físicamente posible mezclar garnatxa blanca con chardonnay, en Francia sería un disparate tan grande como mezclar un vino del Rosellón con otro de Borgoña, y que al que lo hiciera lo correrían a gorrazos en cualquier feria.

En la sexta hemos lanzado la App de La Guia, un nuevo medio para que quien quiera la pueda llevar en el móvil; la razón no sólo es que cada vez se venden menos libros, sino también que las nuevas generaciones sólo están dispuestas a usar medios que puedan emplear en cualquier lugar y a cualquier hora, con un formato dinámico y sin que les genere engorro alguno llevarlo.



Con todo esto no especulamos, ya que está publicado. Está claro que siempre tendemos a la evidencia: a sacarla a la luz, a ponerla encima de la mesa. Podríamos haber escrito los textos encabezando cada párrafo con mil agradecimientos, con plumilla francesa y letra redondilla, y acabar cada párrafo con DIOS GUARDE A VD MUCHOS AÑOS, pero el mensaje habría sido el mismo cada año y habría caído igual de mal.

De modo que no es el cómo, es el qué.

La evidencia en la que uno no repara insulta cuando aparece más tarde, incontestable e insolente, y se asocia esa insolencia al mensajero que la saca del cajón para que se trabaje en el sentido que propone; y que, en el caso del vino catalán, ha olvidado desde hace cincuenta años. Puede ser todo lo educado que quiera, que si su mensaje no encaja se hablará como en nuestro caso se ha hecho: que si las maneras, que si queréis que se arranque todo, que si sois radicales, que si talibanes, etc…

Son ya suficientes propuestas en seis años como para que se asimilen ahora como material teórico sobre el cual establecer parámetros con la idea de edificar un criterio permanente, base de una presencia sólida en los mercados internacionales.

Sin embargo, en lugar de construir nada, muchos profesionales que antes criticaban las maneras -nunca los contenidos, a saber si los conocían o conocen- se apresuran a decir que todo eso ellos ya lo sabían por la prensa internacional.

O que, en cualquier caso, era evidente. No obstante, había que reparar en ello y escribirlo, claro.

También omiten, desde luego, la razón por la cual no lo publicaban en ningún medio. Yo la sé, ya ni siquiera la sospecho.

Desde luego es difícil tender la mano corriendo un tupido velo sobre todo este historial, y sobre una receptividad automáticamente negativa de la que muchos aún no se han bajado. Puedo entender el enfado que provoca no haber pensado en algo que a todas luces parece evidente, pero pagar la laguna propia con el que sí lo ha pensado es absurdo; primero por la imagen que da uno de sí mismo, y segundo, porque implica un desprecio necesario de los nuevos contenidos que acaba por perjudicar a uno mismo.

El absurdo y el carácter fenicio -que dice que antes que beneficiar a otro me perjudico yo-, sin embargo, forman parte del adn de cualquiera; la gente inteligente y racional los arrincona, y otros, por las razones que sea, no pueden. Contra eso sólo sirve la terapia, nosotros no podemos hacer nada.

sábado, 12 de abril de 2014

CRISIS

No sé si esta percepción es compartida, pero yo prefiero que todo el mundo se gane la vida correctamente, ni mucho ni demasiado, porque que se comporta mejor. Los extremos sacan a relucir lo peor de cada uno, el Jekyll que se lleva dentro, que hay que reprimir mientras uno se esfuerza en exculpar a todos los demás de las consecuencias de un entorno mísero y avaro.

Ahora no nadamos en la abundancia como antes, pero no recuerdo que hace siete u ocho años la gente fuera menos mezquina. Ni más generosa tampoco. A lo mejor con alguien anónimo, quizá, pero todo el mundo se comportaba como el Golum a la primera de cambio. Por supuesto gastaba más, pero sobre todo en ocio. Y si se hacía la cocina nueva también preguntaba, como ahora, si podía ser en B al menos una parte.

Así que las actitudes no han cambiado demasiado, salvo en que ahora hay que pelear por un euro mientras que antes había que pelear por diez. Es cierto que la gente no ha cambiado, pero esta crisis ha sido al individuo lo que esta cinta de vídeo es para Kevin Kline: saca de él lo que no conocía, porque sale a la luz.



Para algunos la experiencia es positiva, como para este hombre en el resto de la película. Pero otros ni se enteran de que su mediocridad intrínseca los ha convertido en tiburones que matan hasta lo que no se van a poder comer, quizá para mantener el tono muscular para la próxima vez que haga falta.

Los extremos son malos. Si antes toda esa vulgaridad se convertía en despilfarro y ostentación egoísta que sólo ofendía a la vista y al buen gusto, ahora se convierte en ir por la vida con el cuchillo en la boca: pero no nos engañemos, el código ético es el mismo.


No sé cuántas toneladas de mediocridad nos hemos encontrado desde 2008: no he contado tampoco la parte que corresponde a los Golums que se nos han cruzado. Antes esa mediocridad quizá era más o menos inofensiva fuera del nivel racional, incluso nos divertían los golums cuando aparecían: pero ahora es hasta peligrosa.



jueves, 10 de abril de 2014

LO QUE NO SE TOCA

Todo lo que no se toca, a veces, no vale nada. Nada de nada, porque si es material intelectual, la frase sale a la primera de cambio:

“Total, a ti no te cuesta nada”,

sin contar que en realidad ya ha costado lo suyo. Y es que el conocimiento no es gratuito, cuesta tiempo y dinero obtenerlo, y el mismo o más mantenerlo.

Pero para muchos entre los demás, a los que generamos conocimiento no nos cuesta nada entregarlo a cambio de cero. Esa es la norma, sobre todo en el entorno actual.

En nuestro caso tenemos la sensación de suministrar ideas al sector. Al principio se catalogó casi como un acto vandálico sin negar la buena intención, que por accidente se convertía en una especie de puñalada involuntaria al sector.



Desde entonces hacemos el trabajo de campo anual, escribimos y publicamos, y hay incluso quien dice que algunas cosas las ha leído en las ediciones anteriores; a los que lo hacen se lo agradecemos, porque hay muchos que ni siquiera mencionan la fuente.

Algunos dicen también que no hay material nuevo; que nos repetimos. Tampoco hay tanto que desarrollar en el plano teórico, ya que casi todas nuestras propuestas no son sólo enunciados, se hacen pensando en que se puedan llevar a la práctica; y en esencia, los cambios se están aplicando de manera muy lenta, aunque actualmente la técnica puede acelerar mucho las cosas. No obstante, lo que cuesta más de cambiar es la mentalidad de los bodegueros y profesionales. Por eso no sé qué tenemos que pensar al oír de algunos

“Tienes razón en eso que dices”,

que aceptaron como válidas buena parte de las ideas expuestas en otras ediciones, pero que  han hecho poco o nada de lo que se les proponía como solución, dejando al mismo tiempo todo tal como está. Al año siguiente volverán a escuchar las conclusiones, que no solamente saldrán de la misma base, sino que en buena parte se parecerán mucho debido a la calma chicha que se aplica a las medidas a tomar; hay poco espacio para ideas nuevas si el entorno ha cambiado relativamente poco. Entonces es cuando viene la frase mágica.

“Pero esto ya lo dijisteis el año pasado”

La “seriedad” de buena parte de este sector está contenida en esta frase. Algunos, sin mover un dedo, esperan a ver si las conclusiones del nuevo año les favorecen o les encajan en su discurso, ya que las del año anterior eran contrarias a sus posibilidades y por tanto las desestimaron. 

Otros, sin embargo, han reflexionado y han iniciado un cambio a futuro, han adoptado una actitud más coherente que acomodaticia; pero todavía no es suficiente.

Hay varias preguntas a hacerse respecto a este cinismo que exige ideas nuevas cada dos por tres ¿Cómo podría un trabajo de campo contradecirse a sí mismo un año después de otro? Si estaba bien hecho el primer año, lo normal es que profundice en sus propuestas, nunca que se desdiga. Por otra parte ¿Qué seriedad tendría un trabajo de campo que va buscando la panacea menos costosa cada año, y que propone en cada edición una al azar a ver si gusta más que la anterior? El sector quiere disponer de un servicio de análisis, ¿Pero respeta sus conclusiones, o simplemente espera al año en que encajen con su posibilidad de acción?

Hasta que no se haya superado una etapa de expansión cateta, monocorde y tan complaciente como aburrida, como la que hemos vivido los últimos 30 años, no podremos decir ni escribir nada que no tenga la misma base de siempre:

Vino catalán es el que está hecho en Catalunya con variedades autóctonas o, como se dice ahora para ser lo más exacto posible, tradicionales.

Vino oportunista hecho en Catalunya es el que está producido en Catalunya a base de variedades foráneas globalizadas, plantadas en los últimos 50 años.

Desde el principio hasta hoy ha pasado el tiempo para todos. Ha habido tiempo para reaccionar y trabajar en la viña adaptándola a las nuevas tendencias: quien siga atendiendo la tendencia globalizadora está en su derecho, pero creemos que ya sabe que sus vinos están en otro grupo. Siempre encontrará prensa y plataformas, sin embargo, que se esforzarán en tratarlos por igual.

Lo demás son matices que suelen venir de situaciones de hecho perjudicadas por la segunda definición; o bien de intereses concretos relacionados con ella, en especial desde la prensa o la distribución. En el plano teórico no hay nada más que sea tangible, tan solo especulaciones en torno a si las variedades son endémicas, propias, tradicionales o autóctonas; en torno a cuánto tiempo tiene que pasar para que una variedad sea considerada autóctona o lo que sea; en torno a que las globalizadas llevan toda la vida aquí, cuando a duras penas abarcan una generación de viña...

Este último argumento no es sino una muestra más de autocomplacencia, de la medida del tiempo para algunos. Más de dos milenios de viña, y algunos hablan de toda su vida como patrón para medir nada... 

Estamos muy verdes aún.




P.S: La idea y el enunciado son de disposición libre. Desde luego se agradecerá que al usarla se cite la fuente.









    

martes, 8 de abril de 2014

La parte crítica


Hace muchos años, en  el programa de radio de Toni Clapés, la pregunta humorística después de las frases de los asistentes era Y esto, ¿qué aporta?

Seguramente más de uno ha hecho esta pregunta en voz alta respecto a la crítica que algunas Guías ejercemos. El sentido irónico de la frase se acentúa cuando hacen la pregunta, intentando por supuesto negar el resultado. Pero la pregunta tiene varias respuestas, mucho más allá de la contribución a los cambios evidentes de los últimos cinco años.

La primera es poner a los no-críticos en una situación incómoda al exponer que su propuesta no tiene contrapeso: carecen de parte crítica en su trabajo, en su opinión, en su cara pública. Algunos estamos ahí para solucionarles esa papeleta, ya que nos tienen a nosotros de pim-pam-pum de la feria: pero entonces se genera una cadena de hechos que los deja en mal lugar.
1              
                .      Yo no critico en mis artículos, porque sólo hablo de lo bueno. Publicar lo malo no sirve para nada.
2      
                .       Algunas guías critican una parte de lo que catan y analizan. Con ello me están poniendo en evidencia.
3
                .       Ergo critico a las guías y asunto zanjado: ya tengo la parte crítica de mi discurso solucionada.
P
P    Pero lo que están criticando es que alguien critique. Madre de dios. Sobran comentarios.






La segunda tiene más que ver con lo que espera uno de sí mismo. O con cómo quiere vivir. O con lo que quiere hacer uno para ganarse la vida. O con lo que aporta su trabajo.

Nosotros no podemos catar todos los vinos que catamos y ocultar una parte de la información que genera. No sabríamos seguir trabajando en esto sin publicar las conclusiones, íntegras, ya que de lo contrario un enorme vacío intelectual, conceptual, e incluso personal, sería el motivo de que no saliera ninguna edición más.

Sabemos que La Guia provoca una corriente importante de ventas; pero la pregunta a hacerse es si eso es todo lo que se tiene que tener en cuenta. Nosotros no trabajamos para que una bodega venda más que la otra, sino para conocer el campo de trabajo que analizamos, para mejorar su calidad, para orientarlo en la dirección más cercana a su sostenibilidad y coherencia, siempre mediante sugerencias pensadas desde el análisis empírico.

¿Cómo es posible que alguien se conforme solamente con promocionar?

¿Cómo se hace para convivir con tanta mezquindad en los objetivos? 

¿Cuándo alguien lo hace, lo hace sólo por dinero? 

¿Es una razón suficiente, o hay cuestiones de capacidad añadidas?

Es intelectualmente imposible e inadmisible para nosotros permanecer en esa inopia tan vana, tan superficial y tan difícil de sostener como razón para levantarse cada mañana. Lo sé porque ya la hemos sufrido cuando trabajábamos para La Vanguardia. Teníamos la sensación de estar siempre subiendo y bajando el mismo peldaño de la misma escalera cada vez que hacíamos una nota de cata; de no estar avanzando nada, además de manera consciente, de estar solamente colaborando con nuestra parte en la prórroga constante que propone siempre el plazo inmediato: de estar construyendo un castillo de arena en la playa, para pasar el rato…

Siempre debe de haber algo más, aunque sea contra viento y marea, para seguir trabajando, algo que no sea sólo dinero, porque el dinero casi siempre amordaza: cuestiona y controla el pensamiento autónomo, representando la versión única que se suele proponer desde la mayor expresión de la vulgaridad. Para La Guia es difícil hacer otra cosa que cuestionar a nuestra vez la esterilidad de ese hacinamiento general de los medios, cuando, como ahora, cierran filas con el pensamiento único.




lunes, 7 de abril de 2014

Versiones y Diversiones

Hay dos versiones de cualquier tema. Hay la que quiere gustar a todo el mundo y la que no gusta a todo el mundo. Hay la que no se compromete y la que sí se compromete con el resultado. Hay la que promociona sólo en positivo y la que promociona con toda la información de la que dispone. Hay la que sólo pretende agradar, y la que quiere entender y transmitir el entorno del que habla. La hay sesgada, en definitiva, y luego está la que intenta escapar a ese sesgo para profundizar en el conocimiento y compartirlo.

Todo está en los resultados, o mejor dicho, en cómo se entregan. En el caso, por ejemplo, de un trabajo de campo cualquiera, si pretende ser serio debe darlos a conocer todos, publicarlos tal como se han dado. Debe ser una versión de la realidad, no una diversión. Sesgarlos solamente a lo positivo, en el caso de que el objeto de estudio del trabajo de campo en cuestión sean productos de consumo, no solamente es falsario, sino que también contiene un engaño al consumidor en el propio planteamiento.

Al oír hablar a los profesionales del vino más mediáticos, parece que su trabajo sea un placer constante. Es como una necesidad hedonista que no entiendo: nosotros no lo pasamos tan bien. Hay vinos terribles; muchos otros se instalan en la vulgaridad de buscar mediante cupajes el sabor popular que les solucione la cuenta de explotación, sin que importe en absoluto la identidad; otros que decepcionan por no ser lo que pretenden ser, o bien por buscar la excelencia y el elitismo mediante métodos y variedades completamente globalizados; finalmente, muy pocos llegan no ya a ser buenos o excelentes al gusto, que no es lo más importante, sino a ser coherentes y respetuosos con su historia y su entorno.

No creo que el hecho de que los profesionales no hablen de nada de esto en público sea un déficit del planteamiento previo o de materia gris, incluso a pesar de que la falta de hábito acostumbra a la gente a pensar sólo en una dirección. Quizá es peor incluso, hay de por medio un interés que elabora esta imagen rosa y azucarada de cualquier cosa que huela a vino, convirtiendo a la prensa especializada en una especie de Facebook lleno a rebosar de likes. Por eso, para evitar usar ninguna de estas categorizaciones se suele trabajar sólo la fase sensorial: de ahí que se oiga tanto eso de “yo, de lo malo, no hablo”. Algunos incluso afirman que hacerlo arruga, otros que no aporta nada, otros se inventan un término nuevo para definir la actitud crítica: lo bautizan como “democión”. Sobre el papel hay algo de literario en estas propuestas; me recuerdan a la princesa Sherezade cuando la necesidad de sobrevivir la obliga a inventarse una historia nueva cada noche, siempre bonita o emocionante porque su vida, en realidad, es una mierda.

Esconder lo que uno barre debajo de la alfombra es muy común en el mundo del vino. Los ejemplos no sólo están en la prensa: con la premisa de que su público quiere un consejo comercial y no un análisis, Parker sólo habla de lo bueno; al mismo tiempo salen guías que venden los premios en la hoja de inscripción, antes incluso de comenzar a catar, que carecen por completo de un criterio de puntuación que les comprometa; los concursos adscritos a la OIV no suelen publicar los vinos que han participado, de manera que sólo salen a la luz los vinos premiados, sin poder evitar la sospecha de que con ello pueden ocultar un fiasco de participación al no tener que dar explicaciones respecto a las referencias que las bodegas han presentado. Sólo publican un número que es eso, un número; ni la calidad ni la cantidad de muestras se puede saber.

¿Cuál es la propuesta de estos enfoques siempre dispuestos a promocionar en positivo, a mantener zonas oscuras que no conviene que el público conozca? ¿Por qué razón el público no las debe conocer? Hay que decir que este planteamiento es casi general en toda la prensa y los eventos del vino. No sabría decir si aporta más de lo que oculta, pero si que con el público es despectivo, paternalista e interesado al no transmitir más que la parte positiva de la información.

Despectivo por pensar a priori que no le va a interesar, o incluso que no la va a entender.

Paternalista porque lo tutela directamente, como si hubiera que ocultarle al receptor la cara amarga de la vida.

Interesado, porque los dos anteriores sólo son eufemismos que esconden una vocación estrictamente comercial. Así que no importa demasiado qué ni cómo, pero la cuestión es vender.

Por eso el día en que se pone de  largo un medio suele ser fatídico para el espectador que no comulgue con esa dinámica conciliadora per sé. Siempre me he preguntado por qué se sonríe tanto cualquier emisor de esos resultados o artículos siempre positivos, al hacerse la foto con los asistentes a sus actos. Detrás de esa constante sonrisa suele haber un vacío temático enorme; de ahí que siempre me den ganas de decirle que el photo call sobra, que deje de sonreír, que parece un novio, que parecen todos tontos de capirote. Sobre todo que deje de sonreír, urgentemente. Quizá quiera transmitir felicidad, pero no lo consigue: se acerca más a Sherezade en su versión floreada de una realidad alternativa, casi cinematográfica. Quizá sonría porque ha logrado la presencia de políticos a los que ha atraído con su mensaje sesgado. Ellos saben que lo es, pero ya les gusta así, por supuesto.



Y es que el rigor a la hora de publicar los resultados está reñido con la presencia de políticos alrededor. No se debe culpar a nadie, ya que eso forma parte de una larga tradición de usos y costumbres que viene de muy antiguo y que más que reproducirse se clona generación tras generación; como consecuencia lógica del mercado, hay quien lee bien esa tradición, con la idea de diseñar un producto a medida de sus requisitos, y atendiéndolos al mismo tiempo que sus necesidades económicas.

El rigor queda al margen del trato: no es lo más importante. Que quede claro que no hablo de verdad, hablo de rigor: la verdad será la que sea, pero hay quien sólo busca una parte para sacarle hasta la última gota de rendimiento económico, y hay quien quiere ir a por toda ella para mejorar tanto como se pueda tras analizarla y sacar conclusiones honestas.

En este estado de cosas la prensa y los eventos del vino no lograrán nunca un éxito promocional suficiente: están condenados a la frustración constante, ya que es evidente que trabajan para subsistir, no para llegar al público. Se preocupan más de mantener contento al productor del que viven que de estimular al consumidor a conocer el producto a fondo para que escoja y compre. Al leer una publicación de la cual son objeto, los productores de vino han de poder decir que les gusta: pero les gusta a ellos, no necesariamente al público al que se quieren acercar, cuyos canales de comunicación no tienen nada que ver con ese lenguaje y esa pose tan cursi.

En una espiral que se autoalimenta, el interés por el mundo del vino ha ido decayendo en las últimas décadas, al mismo tiempo que esta propuesta de comunicación acaparaba la versión pública del sector. La razón para que esto haya ocurrido es que la mayoría de los consumidores percibe el engaño y se defiende, desconfía; no obstante, lejos de analizar nada, los emisores hacen balance ante los productores sólo de los que se quedan a escucharles, nunca de los que salen corriendo en sentido opuesto.

Nada de esto es premeditado ni voluntario, no hay ningún Maquiavelo pensando un plan: se trata de un resultado que nadie ha buscado, pero que se ha dado con el tiempo y el error recurrente. Ese resultado dice que la información es siempre sesgada: primero la destinada al público, y después la que vuelve al propio sector. Yo no pienso que nosotros seamos prensa, así que no nos sentimos responsables; mientras tanto habrá que esperar a que alguien desarrolle la capacidad de generar contenidos en otro tono, con otro lenguaje y otro propósito.

jueves, 3 de abril de 2014

Raons per les quals no som al vinari

Al mig de la fira les converses s’interrompen sense parar. El temps vola i la gent ha vingut per fer feina, particularment quan els darrers tres mesos han estat patètics pel que fa a la facturació. S’interrompen amb qualsevol excusa, però la majoria de les vegades per saludar. Es comença amb un “disculpa” a l’interlocutor i quan acabes, li dius “perdona” de nou, i no només no passa res, sinó que tots ho fem una vegada i una altra.

Jo mateix estava parlant amb els amics del Vitec quan algú em va interrompre per saludar-me. No sé ben bé si dir que era una salutació o una mena d’avís per fer-me saber l’absurd de la meva tossuderia. Evidentment no només ho vaig trobar desencertat, tot i que no em va sorprendre venint de qui venia, sinó també prepotent. Tampoc no em va sorprendre, sabent l’historial de la seva “plataforma”, com li diuen.

Sembla ser que fem el ridícul no sumant-nos als premis vinari. Però tenim les nostres raons. La primera, que la manera d’aconseguir un quòrum veritablement representatiu per la primera edició era contactar amb qui ja havia demostrat una bona capacitat de convocatòria i afegir-se, i no al contrari. La segona, que la manera de contactar i la oferta de 800 € de publicitat a vadevi i el cobert gratuït el dia de la gala va ser molt més un insult que cap altra cosa, atès que es posava preu a una feina de sis anys, un criteri i una línia argumental coherent; i el preu era ridícul, com veieu. La tercera és més llarga d’explicar, i ho faré perquè molta gent no ho ha entès bé, penso.

Quina és la raó per que algú em saludi i em digui “és absurd que tots estem junts a una banda i vosaltres no hi vulgueu estar”? Per nosaltres és senzill: La Guia és la publicació sobre vi català més extensa que es fa a Catalunya, i porta sis edicions amb una coherència molt difícil de mantenir en un sector que, per l’actitud o les circumstàncies de les administracions, no té cap altra sortida que finançar-se només per mitjà de la publicitat, i que per tant té la llengua mossegada abans de sortir al carrer. Això vol dir que La Guia afegeix molt a una plataforma comuna, evidentment molt més que la contrapartida que se’ns oferia. Però no s’havia de fer una valoració a l’alça per raons que tenen molt a veure amb els pecats capitals, potser. Val a dir que comportant-se correctament i parlant dels continguts de la “plataforma”, segurament ni tan sols s’hagués parlat de cap contrapartida, però això estava fora de programa, evidentment.

Cal fer la reflexió sobre el destí dels beneficis de fer un acte de generositat com aquest. Què en trauria La Guia de Vins de Catalunya de donar aquest pas? Veure’s immersa i dissolta en un batibull de gent, molts dels quals sempre han renegat de la nostra feina, tot i que ara declaren no saber d’on els ve la inspiració per gairebé haver oblidat la paraula “cabernet” per substituir-la per “garnatxa”: que potser és tot el que han entès del procés de canvi engegat fa uns cinc anys als medis. I és que a la vinya ja hi era, tot i que ningú no en parlava perquè no generava cap anunci pagat.

La Guia seria anorreada en benefici de tots plegats, i el seu discurs fagocitat i fos amb les propostes conciliadores que encapçalen les seves frases amb un home, hi ha cabernets bons... I llençaríem sis anys de feina a les escombraries, tot plegat, en benefici d'un concurs que presumeix de construir país, de ser estructura d’estat, que encercla a toooots els professionals del vi català, que tira de partit polític per qualsevol cosa...

De tot això La Guia mai ha fet res, el que tenim ens ho hem guanyat a base de feina; feina crítica, que potser genera més por que reconeixements polítics, però que té molts més efectes entre la gent que pensa i que escolta. Per això entrar en aquesta mena de terrenys fangosos no ens pot aportar res de bo.

També necessito una mica més d’espai per la quarta: és la prepotència tan desafortunada del posat dels vinari. El director, quan em va abordar amb aquest missatge/advertiment, deixava anar una actitud un punt bipolar, però: el que deia no es corresponia amb el que la seva cara deixava veure, que era un punt de vergonya. Els ulls normalment són el punt feble de la impostura.



I els seus cantaven molt pitjor que els Eagles, però els costava mantenir la mirada. Queien. A corre-cuita, va defugir donar resposta a res, només era un advertiment, es veu.

Cal pensar més, però: l’advertiment ve de qui es pensa que ha reunit a tota la resta dels professionals del vi català, o potser a tots, com diuen ells excloent d’aquesta condició a qui no hi és. Haurem d'anar amb compte, potser es converteix aviat en el caudillo del vi català que condueix a tots els professionals a la glòria; malgrat que no ho aconseguia amb el gest, això és el que volia transmetre'm amb la petita "conversa" que vam tenir.



Té sentit que qui té trajectòria demostrada i una línia argumental coneguda, que ha donat molt de sí per molt que es vulgui negar, posi condicions per entrar a formar part de col·lectius nous sense cap mena de contingut ni proposta que no sigui purament genèrica i promocional.

I no té sentit que, tenint trajectòria, la multipliquis per zero per tal que un altre en tregui profit sibilinament. 

Qualsevol que pensi el contrari només ha d'anar a casos similars, que n'hi ha a tots els sectors, on les coses s'han fet amb respecte.


Ergo no entrarem als premis vinari si no hi ha garantia de que, primer de tot, no es menysté la feina aliena, i a més, de que hi ha alguna mena de propòsit que no sigui más de lo mismo. I cap de les dues coses sembla possible, ara per ara, amb el posat que gasten els seus responsables.

miércoles, 2 de abril de 2014

Almuerzo Basura

-  Al ver estos sitios, la variedad y la calidad de lo que sirven, parece imposible que otros tengan vergüenza de pretender cobrar esos precios. ¿No le parece?

Una leve inclinación de cabeza no consigue evitar expresar una maraña de dudas acerca de esa afirmación. Aburrido ya de la perorata que me espera sobre alguna clase de negocio mágico, al cual debemos dar tema desde La Guia y compartir los rendimientos tan futuros como inexistentes, no puedo dejar de observar cómo un gentío feroz, voraz y glotón pasa una y otra vez por los pasillos con platos llenos a rebosar de un mejunje indescriptible de toda clase de guiso, a modo de plato combinado-multicultural-King Size. Mi cuello no acierta a parar de girarse, aún a riesgo de parecer grosero a veces; y es que en dirección contraria, hay más gente todavía que vuelve ya ahíta con el plato vacío o con lo que no ha querido o podido ingerir, camino de un cubo en donde un detrito multiforme va fermentando a su gusto. Vuelven, no obstante, dispuestos a hacerse con otro plato para llenarlo de nuevo y seguir tragando hasta tener que desabrochar el pantalón. Para prevenir una probable tortícolis nocturna pienso que quizá debería escuchar las genialidades que tendré que ignorar en el futuro inmediato, al menos más allá del mínimo para asentir cíclicamente; por eso intento zanjar la cuestión concluyendo que el estómago se manifiesta como el verdadero ser del individuo en estos lugares, índice de su propia felicidad, o de cuánto necesita para imaginarla por una hora o poco más.

Dejando la chaqueta en la silla, el cutre-empresario que me invita casi me conmina a servirme yo primero mientras él se dispone a esperar pacientemente. No se puede dejar la chaqueta sola a la vista de tanta gente: ya lo pone ahí, desgraciadamente, vigilen sus pertenencias, argumenta con un pequeño y lastimero chasquido de lengua, quizá lamenta la poca ética que la sociedad es capaz de imprimir en las señas de identidad del común de los bípedos. Una de dos, es un pánfilo o un gilipollas: en breve sabré la verdad. Esperando ese momento vuelve mi interés alucinado por la gula ajena, oteo las bandejas contiguas una a otra como en el comedor de un colegio o de una fábrica, con cucharas y pinzas que los parroquianos utilizan con un salero notable y depositan en su sitio exacto de nuevo, sin reparar ninguno en mi mirada atónita ante la ingente cantidad de comida que cada uno de ellos se dispone, imagino, a ingerir de inmediato: mezclan los udon con los makis y los nigiris en un rincón, para poner en otro algunos wan-tan entarimados en una torre de equilibrio imposible, y por qué no, un par de bollos de pan chino, casi cayéndose al asomar peligrosamente más allá del borde del plato.

Al hacerse el generoso, proclamando a los cuatro vientos que me invitaba, el muy capullo hablaba de un restaurante japonés, y me trae a este puto antro en donde se cocina a granel: aquí cada dos por tres un cocinero acude a rellenar los recipientes con arroz tres delicias, con ternera con almendras, o bien con cerdo agridulce, que van a parar inexorablemente a una paleta llena de colores y texturas en el plato de cualquier comensal. Mi estómago protesta que sólo puedo optar al apartado que rotulan como “sushi”, que a lo sumo contiene tres tipos de makis y dos de nigiris. Cojo seis o siete al azar, confiando en que con esa capacidad de convocatoria tendrá rotación suficiente. Un poco de wasabi, de jengibre, y me hago con un recipiente para la salsa de soja que ya he visto en la mesa al llegar. Ya de vuelta intento no mirar la cara de las personas en la cola de la paella, o los tres platos cargados con un ejército de navajas, gambas y cigalas, estibadas como si de una bodega se tratase, que dos comensales llevan camino de la plancha para que el cocinero no las cuente siquiera mientras las sala y las cuece. La gente no repara en mí mientras les observo. Se conceden una especie de momento animal, casi como si acabaran de abatir una pieza y estuvieran a punto de hincarle el diente. No es hambre, no es gula, es la sensación de triunfo sobre el dinero que pagarán a la puerta, todo lo que cazarán es la impresión de haber obtenido más de lo que pudieran esperar a cambio de un billete.

Cuando llego a la mesa mi acompañante mira mi plato con expresión abatida. Sonrío como puedo mientras echo la culpa tanto de la elección como de la cantidad a mi estómago maltrecho: al fin y al cabo, piensa él, ¿a qué viene uno a un buffet libre? Por supuesto a ponerse hasta el culo de lo que sea ¡Vaya ridiculez hacerse tan solo con ocho o diez “chuchis”! No obstante sonríe, por un momento confío en que no sea una obligación salir de allí con la tripa de una parturienta, y sale pitando a por su parte del festín. En el acto su mirada se ausenta del resto de semejantes, atendiendo a las bandejas del buffet y sólo periféricamente a no chocar con ellos, a respetar los turnos, a esperar las pinzas o las cucharas de servir, mientras concentra su vista, transformada en la de un ave rapaz, en cada uno de los guisos que le apetece. Observo que, después de llenarse el primer plato con un sentido envidiable del espacio y del equilibrio, se acerca a la sección de producto crudo, se hace con otro y lo va llenando de cigalas, que también ordena minuciosamente cabeza con cola para que quepan más. Supongo, al tiempo que las cuento, que las dejará para que las pasen por la plancha mientras se atiza el medio kilo largo de comida que había atesorado antes, haciendo una selección rigurosa de lo mejor de la casa. Y no me equivoco. Vuelve a la mesa y me pide lo que no esperaba jamás que nadie me pidiera.
-                     Si le parece, cuando termine ese aperitivo vaya a por unas cigalas que he dejado en la plancha, que también son para usted.

El muy cabrón… Lo dice como si, por comer lo que toca, por no compartir su orgía de felicidad, la  invitación se esfumara un poco más cada minuto que pasaba. Aún no sé si es pánfilo o gilipollas, pero ahora estoy seguro de una tercera posibilidad; es un tacaño y un roñoso, porque a pesar de que no lo ponga explícitamente en la entrada, de aquí puedes salir directamente en ambulancia por tragaldabas sólo a cambio de doce euros de mierda. En el fondo estoy avergonzándole por la cantidad opípara que ha acoplado en el plato: eso de “aperitivo” suena a reproche, como si quisiera decir “coma, coño, no se me haga el metrosexual delante de todo el mundo”.



Entretanto, al menos, el arroz de los makis está correcto, y la creatividad, al alimón con la economía, del personal de cocina, ha dado con una combinación extraña de atún con aguacate y pepino que llama algo la atención. No voy a rechazar las cigalas, pero desde luego tampoco a comerme siete -la mitad de catorce, me he entretenido en contar cada jodido gesto de gula del puto tripón que tengo delante- por un par de razones: la primera, una tendencia hereditaria a padecer ataques de gota, y la segunda, que no me da la gana. Tampoco sé por qué me preocupo, él mismo habrá hecho las cuentas para zamparse diez al menos, contando que yo no iba a tragar tanto como él. Asiento con la cabeza mientras cazo con los palillos un nigiri que me parece el más fresco, quizá para dejar de escudriñar el plato en el que el sinergista ha logrado encajar, como si de un tetris se tratase, un currupete de arroz tres delicias con salsa de soja en el centro, rodeado de una sección de ternera con setas, un pan chino empapado ya de tres salsas, al menos ocho dim sun bañados en salsa agridulce, ocho makis amontonados y previamente embadurnados de wasabi; y para terminar, por ser jueves, un rinconcillo nacional con paella, suficiente para contener un mejillón completamente invadido de una especie de engrudo apelmazado y coloreado de amarillo verbenero. Antes de atacar su pitanza, mientras yo me esfuerzo en disimular mi asombro, pregunta,

-                     ¿Cómo hace para comer con palillos? Yo no he conseguido nunca manejarlos bien.
-                     Es fácil -abro la mano para que vea cómo se colocan y cómo se hace la maniobra  básica de la pinza, y acto seguido lo intenta mientras la cara se le convierte en una mueca de esfuerzo tan concienzuda como innecesaria-. Pero no intente mover los dos palillos al principio, eso ya lo conseguirá más tarde.

Obviamente el problema es otro: el ritmo de ingreso que permiten los palillos no será nunca suficiente. Echando mano urgentemente al tenedor con gesto algo despectivo, desiste de inmediato, y para no perder tiempo comienza a orientar su discurso de buenas intenciones que ya he comenzado a desechar, ubicándolo directamente, tal como llega, en la papelera de reciclaje. El contenido, por supuesto, es otra sinergia. Pienso que al menos habrá servido para escribir este texto, que para un blog resulta algo largo pero que no he querido cortar.

Una sinergia, además, que supone una cantidad pantagruélica de trabajo a riesgo, directamente por la mitad de los futuros pero improbables ingresos, y todo eso mientras el genio que me lo propone iría repantigándose en su sofá y preguntando de vez en cuando “¿Qué? ¿Cómo va eso?” De modo que busco la tangente para escapar cuanto antes, harto de verlo comportarse como un gorrino ante mis narices, asqueado de contemplar la mezcla del arroz tres delicias con las setas de la ternera y la salsa agridulce que no pintaba nada con los dim sun, y me voy a por las cigalas, que están esperando que algún humano, seguro que inconsciente de la cantidad de comida que necesita para seguir arrastrándose por ahí, las engulla una a una en busca de la felicidad: esa que por un instante está en la boca, después en el estómago, esa que convierte el pudor más elemental en una minucia ante la gula, esa que se esfuma como una nube de humo cuando, incluso sobrepasado el umbral de la prudencia, se manifiesta la imposibilidad de comer más.

Después de cuatro cigalas ya no voy a por el postre. Otra vez la excusa de mi estómago me ayuda a quedarme sentado, mientras al levantarse él camino de la última dosis azucarada de su espejismo particular me muestra cómo oscila a cada paso su culo ramplón. Después del espectáculo me pregunto para qué coño se habrá quitado la americana. En el breve tiempo que me deja solo pienso que la relación con buena parte de la humanidad se basa en el engaño de la esperanza; el beneficio de la duda consiste en que uno piensa, siempre, que el que tiene delante es el último gilipollas que se va encontrar en la vida: cuando en realidad es siempre el penúltimo. Me interrumpe bruscamente al volver con seis pastelitos variados, de los cuales en el siguiente minuto mordisquea ávidamente cuatro y los deja: son de té verde, de judía roja, no le gustan y se atiza con cierta prisa el recurso que ha previsto por si acaso fallaba el plan A: dos trozos de tarta de manzana de factura tan nacional como industrial. No puedo sino seguir con lo mío, pensando que, con todo esto (que es mucho), no tengo nada mejor que hacer que un texto para no olvidar el espectáculo, entero: porque de otra manera no haré sino perder el tiempo con este zampabollos que no conoce ni a su madre si le ponen ante la jeta una tonelada de comida tan barata como variada.

Y mientras espero a que su jodida felicidad termine al acabar el último bocado, me preparo para aguantar el tostón del enésimo sinergista, porque los detalles del asunto los ha dejado para la sobremesa…

También me digo que no debería acceder ni siquiera a escuchar esta clase de propuestas; sin embargo, sé que la próxima vez volveré a conceder el beneficio de la duda, por si acaso el último gilipollas acaba por aparecer de una vez.