- Al ver estos sitios, la variedad y la calidad de lo que
sirven, parece imposible que otros tengan vergüenza de pretender cobrar esos
precios. ¿No le parece?
Una
leve inclinación de cabeza no consigue evitar expresar una maraña de dudas
acerca de esa afirmación. Aburrido ya de la perorata que me espera sobre alguna
clase de negocio mágico, al cual debemos dar tema desde La Guia y compartir los
rendimientos tan futuros como inexistentes, no puedo dejar de observar cómo un
gentío feroz, voraz y glotón pasa una y otra vez por los pasillos con
platos llenos a rebosar de un mejunje indescriptible de toda clase de guiso, a
modo de plato combinado-multicultural-King Size. Mi cuello no acierta a parar
de girarse, aún a riesgo de parecer grosero a veces; y es que en dirección
contraria, hay más gente todavía que vuelve ya ahíta con el plato vacío o con
lo que no ha querido o podido ingerir, camino de un cubo en donde un detrito
multiforme va fermentando a su gusto. Vuelven, no obstante, dispuestos a
hacerse con otro plato para llenarlo de nuevo y seguir tragando hasta tener que
desabrochar el pantalón. Para prevenir una probable tortícolis nocturna pienso
que quizá debería escuchar las genialidades que tendré que ignorar en el futuro
inmediato, al menos más allá del mínimo para asentir cíclicamente; por eso intento
zanjar la cuestión concluyendo que el estómago se manifiesta como el verdadero
ser del individuo en estos lugares, índice de su propia felicidad, o de cuánto
necesita para imaginarla por una hora o poco más.
Dejando
la chaqueta en la silla, el cutre-empresario que me invita casi me conmina a
servirme yo primero mientras él se dispone a esperar pacientemente. No se puede
dejar la chaqueta sola a la vista de tanta gente: ya lo pone ahí,
desgraciadamente, vigilen sus pertenencias, argumenta con un pequeño y
lastimero chasquido de lengua, quizá lamenta la poca ética que la sociedad es
capaz de imprimir en las señas de identidad del común de los bípedos. Una de
dos, es un pánfilo o un gilipollas: en breve sabré la verdad. Esperando ese
momento vuelve mi interés alucinado por la gula ajena, oteo las bandejas
contiguas una a otra como en el comedor de un colegio o de una fábrica, con
cucharas y pinzas que los parroquianos utilizan con un salero notable y
depositan en su sitio exacto de nuevo, sin reparar ninguno en mi mirada atónita
ante la ingente cantidad de comida que cada uno de ellos se dispone, imagino, a
ingerir de inmediato: mezclan los udon con los makis y los nigiris en un rincón,
para poner en otro algunos wan-tan entarimados en una torre de equilibrio
imposible, y por qué no, un par de bollos de pan chino, casi cayéndose al
asomar peligrosamente más allá del borde del plato.
Al
hacerse el generoso, proclamando a los cuatro vientos que me invitaba, el muy
capullo hablaba de un restaurante japonés, y me trae a este puto antro en donde
se cocina a granel: aquí cada dos por tres un cocinero acude a rellenar los
recipientes con arroz tres delicias, con ternera con almendras, o bien con
cerdo agridulce, que van a parar inexorablemente a una paleta llena de colores y texturas en el plato de cualquier
comensal. Mi estómago protesta que sólo puedo optar al apartado que rotulan
como “sushi”, que a lo sumo contiene tres tipos de makis y dos de nigiris. Cojo
seis o siete al azar, confiando en que con esa capacidad de convocatoria tendrá
rotación suficiente. Un poco de wasabi, de jengibre, y me hago con un
recipiente para la salsa de soja que ya he visto en la mesa al llegar. Ya de
vuelta intento no mirar la cara de las personas en la cola de la paella, o los
tres platos cargados con un ejército de navajas, gambas y cigalas, estibadas
como si de una bodega se tratase, que dos comensales llevan camino de la
plancha para que el cocinero no las cuente siquiera mientras las sala y las
cuece. La gente no repara en mí mientras les observo. Se conceden una especie
de momento animal, casi como si acabaran de abatir una pieza y estuvieran a
punto de hincarle el diente. No es hambre, no es gula, es la sensación de
triunfo sobre el dinero que pagarán a la puerta, todo lo que cazarán es la
impresión de haber obtenido más de lo que pudieran esperar a cambio de un
billete.
Cuando
llego a la mesa mi acompañante mira mi plato con expresión abatida. Sonrío como
puedo mientras echo la culpa tanto de la elección como de la cantidad a mi
estómago maltrecho: al fin y al cabo, piensa él, ¿a qué viene uno a un buffet
libre? Por supuesto a ponerse hasta el culo de lo que sea ¡Vaya ridiculez hacerse
tan solo con ocho o diez “chuchis”! No obstante sonríe, por un momento confío
en que no sea una obligación salir de allí con la tripa de una parturienta, y
sale pitando a por su parte del festín. En el acto su mirada se ausenta del
resto de semejantes, atendiendo a las bandejas del buffet y sólo
periféricamente a no chocar con ellos, a respetar los turnos, a esperar las
pinzas o las cucharas de servir, mientras concentra su vista, transformada en
la de un ave rapaz, en cada uno de los guisos que le apetece. Observo que,
después de llenarse el primer plato con un sentido envidiable del espacio y del
equilibrio, se acerca a la sección de producto crudo, se hace con otro y lo va
llenando de cigalas, que también ordena minuciosamente cabeza con cola para que
quepan más. Supongo, al tiempo que las cuento, que las dejará para que las
pasen por la plancha mientras se atiza el medio kilo largo de comida que había
atesorado antes, haciendo una selección rigurosa de lo mejor de la casa. Y no
me equivoco. Vuelve a la mesa y me pide lo que no esperaba jamás que nadie me
pidiera.
-
Si le parece, cuando termine ese aperitivo vaya a por
unas cigalas que he dejado en la plancha, que también son para usted.
El muy
cabrón… Lo dice como si, por comer lo que toca, por no compartir su orgía de
felicidad, la invitación se esfumara un
poco más cada minuto que pasaba. Aún no sé si es pánfilo o gilipollas, pero ahora
estoy seguro de una tercera posibilidad; es un tacaño y un roñoso, porque a
pesar de que no lo ponga explícitamente en la entrada, de aquí puedes salir
directamente en ambulancia por tragaldabas sólo a cambio de doce euros de
mierda. En el fondo estoy avergonzándole por la cantidad opípara que ha
acoplado en el plato: eso de “aperitivo” suena a reproche, como si quisiera
decir “coma, coño, no se me haga el metrosexual delante de todo el mundo”.
Entretanto, al menos,
el arroz de los makis está correcto, y la creatividad, al alimón con la
economía, del personal de cocina, ha dado con una combinación extraña de atún
con aguacate y pepino que llama algo la atención. No voy a rechazar las
cigalas, pero desde luego tampoco a comerme siete -la mitad de catorce, me he
entretenido en contar cada jodido gesto de gula del puto tripón que tengo
delante- por un par de razones: la primera, una tendencia hereditaria a padecer
ataques de gota, y la segunda, que no me da la gana. Tampoco sé por qué me
preocupo, él mismo habrá hecho las cuentas para zamparse diez al menos,
contando que yo no iba a tragar tanto como él. Asiento con la cabeza mientras
cazo con los palillos un nigiri que me parece el más fresco, quizá para dejar
de escudriñar el plato en el que el sinergista ha logrado encajar, como si de
un tetris se tratase, un currupete de arroz tres delicias con salsa de soja en
el centro, rodeado de una sección de ternera con setas, un pan chino empapado
ya de tres salsas, al menos ocho dim sun bañados en salsa agridulce, ocho makis
amontonados y previamente embadurnados de wasabi; y para terminar, por ser
jueves, un rinconcillo nacional con paella, suficiente para contener un
mejillón completamente invadido de una especie de engrudo apelmazado y
coloreado de amarillo verbenero. Antes de atacar su pitanza, mientras yo me
esfuerzo en disimular mi asombro, pregunta,
-
¿Cómo hace para comer con palillos? Yo no he conseguido
nunca manejarlos bien.
-
Es fácil -abro la mano para que vea cómo se colocan y
cómo se hace la maniobra básica de la
pinza, y acto seguido lo intenta mientras la cara se le convierte en una mueca
de esfuerzo tan concienzuda como innecesaria-. Pero no intente mover los dos
palillos al principio, eso ya lo conseguirá más tarde.
Obviamente
el problema es otro: el ritmo de ingreso que permiten los palillos no será
nunca suficiente. Echando mano urgentemente al tenedor con gesto algo
despectivo, desiste de inmediato, y para no perder tiempo comienza a orientar
su discurso de buenas intenciones que ya he comenzado a desechar, ubicándolo
directamente, tal como llega, en la papelera de reciclaje. El contenido, por
supuesto, es otra sinergia. Pienso que al menos habrá servido para escribir
este texto, que para un blog resulta algo largo pero que no he querido cortar.
Una
sinergia, además, que supone una cantidad pantagruélica de trabajo a riesgo, directamente
por la mitad de los futuros pero improbables ingresos, y todo eso mientras el
genio que me lo propone iría repantigándose en su sofá y preguntando de vez en
cuando “¿Qué? ¿Cómo va eso?” De modo que busco la tangente para escapar cuanto
antes, harto de verlo comportarse como un gorrino ante mis narices, asqueado de
contemplar la mezcla del arroz tres delicias con las setas de la ternera y la
salsa agridulce que no pintaba nada con los dim sun, y me voy a por las
cigalas, que están esperando que algún humano, seguro que inconsciente de la
cantidad de comida que necesita para seguir arrastrándose por ahí, las engulla
una a una en busca de la felicidad: esa que por un instante está en la boca,
después en el estómago, esa que convierte el pudor más elemental en una minucia
ante la gula, esa que se esfuma como una nube de humo cuando, incluso
sobrepasado el umbral de la prudencia, se manifiesta la imposibilidad de comer
más.
Después
de cuatro cigalas ya no voy a por el postre. Otra vez la excusa de mi estómago
me ayuda a quedarme sentado, mientras al levantarse él camino de la última
dosis azucarada de su espejismo particular me muestra cómo oscila a cada paso
su culo ramplón. Después del espectáculo me pregunto para qué coño se habrá
quitado la americana. En el breve tiempo que me deja solo pienso que la
relación con buena parte de la humanidad se basa en el engaño de la esperanza; el
beneficio de la duda consiste en que uno piensa, siempre, que el que tiene
delante es el último gilipollas que se va encontrar en la vida: cuando en
realidad es siempre el penúltimo. Me interrumpe bruscamente al volver con seis
pastelitos variados, de los cuales en el siguiente minuto mordisquea ávidamente
cuatro y los deja: son de té verde, de judía roja, no le gustan y se atiza con
cierta prisa el recurso que ha previsto por si acaso fallaba el plan A: dos
trozos de tarta de manzana de factura tan nacional como industrial. No puedo
sino seguir con lo mío, pensando que, con todo esto (que es mucho), no tengo
nada mejor que hacer que un texto para no olvidar el espectáculo, entero:
porque de otra manera no haré sino perder el tiempo con este zampabollos que no
conoce ni a su madre si le ponen ante la jeta una tonelada de comida tan barata
como variada.
Y
mientras espero a que su jodida felicidad termine al acabar el último bocado,
me preparo para aguantar el tostón del enésimo sinergista, porque los detalles
del asunto los ha dejado para la sobremesa…
También
me digo que no debería acceder ni siquiera a escuchar esta clase de propuestas;
sin embargo, sé que la próxima vez volveré a conceder el beneficio de la duda,
por si acaso el último gilipollas acaba por aparecer de una vez.