Lectors

miércoles, 2 de abril de 2014

Almuerzo Basura

-  Al ver estos sitios, la variedad y la calidad de lo que sirven, parece imposible que otros tengan vergüenza de pretender cobrar esos precios. ¿No le parece?

Una leve inclinación de cabeza no consigue evitar expresar una maraña de dudas acerca de esa afirmación. Aburrido ya de la perorata que me espera sobre alguna clase de negocio mágico, al cual debemos dar tema desde La Guia y compartir los rendimientos tan futuros como inexistentes, no puedo dejar de observar cómo un gentío feroz, voraz y glotón pasa una y otra vez por los pasillos con platos llenos a rebosar de un mejunje indescriptible de toda clase de guiso, a modo de plato combinado-multicultural-King Size. Mi cuello no acierta a parar de girarse, aún a riesgo de parecer grosero a veces; y es que en dirección contraria, hay más gente todavía que vuelve ya ahíta con el plato vacío o con lo que no ha querido o podido ingerir, camino de un cubo en donde un detrito multiforme va fermentando a su gusto. Vuelven, no obstante, dispuestos a hacerse con otro plato para llenarlo de nuevo y seguir tragando hasta tener que desabrochar el pantalón. Para prevenir una probable tortícolis nocturna pienso que quizá debería escuchar las genialidades que tendré que ignorar en el futuro inmediato, al menos más allá del mínimo para asentir cíclicamente; por eso intento zanjar la cuestión concluyendo que el estómago se manifiesta como el verdadero ser del individuo en estos lugares, índice de su propia felicidad, o de cuánto necesita para imaginarla por una hora o poco más.

Dejando la chaqueta en la silla, el cutre-empresario que me invita casi me conmina a servirme yo primero mientras él se dispone a esperar pacientemente. No se puede dejar la chaqueta sola a la vista de tanta gente: ya lo pone ahí, desgraciadamente, vigilen sus pertenencias, argumenta con un pequeño y lastimero chasquido de lengua, quizá lamenta la poca ética que la sociedad es capaz de imprimir en las señas de identidad del común de los bípedos. Una de dos, es un pánfilo o un gilipollas: en breve sabré la verdad. Esperando ese momento vuelve mi interés alucinado por la gula ajena, oteo las bandejas contiguas una a otra como en el comedor de un colegio o de una fábrica, con cucharas y pinzas que los parroquianos utilizan con un salero notable y depositan en su sitio exacto de nuevo, sin reparar ninguno en mi mirada atónita ante la ingente cantidad de comida que cada uno de ellos se dispone, imagino, a ingerir de inmediato: mezclan los udon con los makis y los nigiris en un rincón, para poner en otro algunos wan-tan entarimados en una torre de equilibrio imposible, y por qué no, un par de bollos de pan chino, casi cayéndose al asomar peligrosamente más allá del borde del plato.

Al hacerse el generoso, proclamando a los cuatro vientos que me invitaba, el muy capullo hablaba de un restaurante japonés, y me trae a este puto antro en donde se cocina a granel: aquí cada dos por tres un cocinero acude a rellenar los recipientes con arroz tres delicias, con ternera con almendras, o bien con cerdo agridulce, que van a parar inexorablemente a una paleta llena de colores y texturas en el plato de cualquier comensal. Mi estómago protesta que sólo puedo optar al apartado que rotulan como “sushi”, que a lo sumo contiene tres tipos de makis y dos de nigiris. Cojo seis o siete al azar, confiando en que con esa capacidad de convocatoria tendrá rotación suficiente. Un poco de wasabi, de jengibre, y me hago con un recipiente para la salsa de soja que ya he visto en la mesa al llegar. Ya de vuelta intento no mirar la cara de las personas en la cola de la paella, o los tres platos cargados con un ejército de navajas, gambas y cigalas, estibadas como si de una bodega se tratase, que dos comensales llevan camino de la plancha para que el cocinero no las cuente siquiera mientras las sala y las cuece. La gente no repara en mí mientras les observo. Se conceden una especie de momento animal, casi como si acabaran de abatir una pieza y estuvieran a punto de hincarle el diente. No es hambre, no es gula, es la sensación de triunfo sobre el dinero que pagarán a la puerta, todo lo que cazarán es la impresión de haber obtenido más de lo que pudieran esperar a cambio de un billete.

Cuando llego a la mesa mi acompañante mira mi plato con expresión abatida. Sonrío como puedo mientras echo la culpa tanto de la elección como de la cantidad a mi estómago maltrecho: al fin y al cabo, piensa él, ¿a qué viene uno a un buffet libre? Por supuesto a ponerse hasta el culo de lo que sea ¡Vaya ridiculez hacerse tan solo con ocho o diez “chuchis”! No obstante sonríe, por un momento confío en que no sea una obligación salir de allí con la tripa de una parturienta, y sale pitando a por su parte del festín. En el acto su mirada se ausenta del resto de semejantes, atendiendo a las bandejas del buffet y sólo periféricamente a no chocar con ellos, a respetar los turnos, a esperar las pinzas o las cucharas de servir, mientras concentra su vista, transformada en la de un ave rapaz, en cada uno de los guisos que le apetece. Observo que, después de llenarse el primer plato con un sentido envidiable del espacio y del equilibrio, se acerca a la sección de producto crudo, se hace con otro y lo va llenando de cigalas, que también ordena minuciosamente cabeza con cola para que quepan más. Supongo, al tiempo que las cuento, que las dejará para que las pasen por la plancha mientras se atiza el medio kilo largo de comida que había atesorado antes, haciendo una selección rigurosa de lo mejor de la casa. Y no me equivoco. Vuelve a la mesa y me pide lo que no esperaba jamás que nadie me pidiera.
-                     Si le parece, cuando termine ese aperitivo vaya a por unas cigalas que he dejado en la plancha, que también son para usted.

El muy cabrón… Lo dice como si, por comer lo que toca, por no compartir su orgía de felicidad, la  invitación se esfumara un poco más cada minuto que pasaba. Aún no sé si es pánfilo o gilipollas, pero ahora estoy seguro de una tercera posibilidad; es un tacaño y un roñoso, porque a pesar de que no lo ponga explícitamente en la entrada, de aquí puedes salir directamente en ambulancia por tragaldabas sólo a cambio de doce euros de mierda. En el fondo estoy avergonzándole por la cantidad opípara que ha acoplado en el plato: eso de “aperitivo” suena a reproche, como si quisiera decir “coma, coño, no se me haga el metrosexual delante de todo el mundo”.



Entretanto, al menos, el arroz de los makis está correcto, y la creatividad, al alimón con la economía, del personal de cocina, ha dado con una combinación extraña de atún con aguacate y pepino que llama algo la atención. No voy a rechazar las cigalas, pero desde luego tampoco a comerme siete -la mitad de catorce, me he entretenido en contar cada jodido gesto de gula del puto tripón que tengo delante- por un par de razones: la primera, una tendencia hereditaria a padecer ataques de gota, y la segunda, que no me da la gana. Tampoco sé por qué me preocupo, él mismo habrá hecho las cuentas para zamparse diez al menos, contando que yo no iba a tragar tanto como él. Asiento con la cabeza mientras cazo con los palillos un nigiri que me parece el más fresco, quizá para dejar de escudriñar el plato en el que el sinergista ha logrado encajar, como si de un tetris se tratase, un currupete de arroz tres delicias con salsa de soja en el centro, rodeado de una sección de ternera con setas, un pan chino empapado ya de tres salsas, al menos ocho dim sun bañados en salsa agridulce, ocho makis amontonados y previamente embadurnados de wasabi; y para terminar, por ser jueves, un rinconcillo nacional con paella, suficiente para contener un mejillón completamente invadido de una especie de engrudo apelmazado y coloreado de amarillo verbenero. Antes de atacar su pitanza, mientras yo me esfuerzo en disimular mi asombro, pregunta,

-                     ¿Cómo hace para comer con palillos? Yo no he conseguido nunca manejarlos bien.
-                     Es fácil -abro la mano para que vea cómo se colocan y cómo se hace la maniobra  básica de la pinza, y acto seguido lo intenta mientras la cara se le convierte en una mueca de esfuerzo tan concienzuda como innecesaria-. Pero no intente mover los dos palillos al principio, eso ya lo conseguirá más tarde.

Obviamente el problema es otro: el ritmo de ingreso que permiten los palillos no será nunca suficiente. Echando mano urgentemente al tenedor con gesto algo despectivo, desiste de inmediato, y para no perder tiempo comienza a orientar su discurso de buenas intenciones que ya he comenzado a desechar, ubicándolo directamente, tal como llega, en la papelera de reciclaje. El contenido, por supuesto, es otra sinergia. Pienso que al menos habrá servido para escribir este texto, que para un blog resulta algo largo pero que no he querido cortar.

Una sinergia, además, que supone una cantidad pantagruélica de trabajo a riesgo, directamente por la mitad de los futuros pero improbables ingresos, y todo eso mientras el genio que me lo propone iría repantigándose en su sofá y preguntando de vez en cuando “¿Qué? ¿Cómo va eso?” De modo que busco la tangente para escapar cuanto antes, harto de verlo comportarse como un gorrino ante mis narices, asqueado de contemplar la mezcla del arroz tres delicias con las setas de la ternera y la salsa agridulce que no pintaba nada con los dim sun, y me voy a por las cigalas, que están esperando que algún humano, seguro que inconsciente de la cantidad de comida que necesita para seguir arrastrándose por ahí, las engulla una a una en busca de la felicidad: esa que por un instante está en la boca, después en el estómago, esa que convierte el pudor más elemental en una minucia ante la gula, esa que se esfuma como una nube de humo cuando, incluso sobrepasado el umbral de la prudencia, se manifiesta la imposibilidad de comer más.

Después de cuatro cigalas ya no voy a por el postre. Otra vez la excusa de mi estómago me ayuda a quedarme sentado, mientras al levantarse él camino de la última dosis azucarada de su espejismo particular me muestra cómo oscila a cada paso su culo ramplón. Después del espectáculo me pregunto para qué coño se habrá quitado la americana. En el breve tiempo que me deja solo pienso que la relación con buena parte de la humanidad se basa en el engaño de la esperanza; el beneficio de la duda consiste en que uno piensa, siempre, que el que tiene delante es el último gilipollas que se va encontrar en la vida: cuando en realidad es siempre el penúltimo. Me interrumpe bruscamente al volver con seis pastelitos variados, de los cuales en el siguiente minuto mordisquea ávidamente cuatro y los deja: son de té verde, de judía roja, no le gustan y se atiza con cierta prisa el recurso que ha previsto por si acaso fallaba el plan A: dos trozos de tarta de manzana de factura tan nacional como industrial. No puedo sino seguir con lo mío, pensando que, con todo esto (que es mucho), no tengo nada mejor que hacer que un texto para no olvidar el espectáculo, entero: porque de otra manera no haré sino perder el tiempo con este zampabollos que no conoce ni a su madre si le ponen ante la jeta una tonelada de comida tan barata como variada.

Y mientras espero a que su jodida felicidad termine al acabar el último bocado, me preparo para aguantar el tostón del enésimo sinergista, porque los detalles del asunto los ha dejado para la sobremesa…

También me digo que no debería acceder ni siquiera a escuchar esta clase de propuestas; sin embargo, sé que la próxima vez volveré a conceder el beneficio de la duda, por si acaso el último gilipollas acaba por aparecer de una vez.

2 comentarios:

  1. Muy bueno,si señor.Espero no ser nunca causa de tu incomodidad ni aparecer reflejada en un post tuyo de esta manera.Directo y mordaz ,la sutileza no hace acto de presencia.

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    1. Gracias, guapa. Me alegro de que te guste. Un beso.

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