El tiempo, todo el que no se haya querido contar mientras pasaba, cae un
día como una losa encima de cualquiera. Me cruzo por la calle con alguien que quiso parar el reloj exhibiendo su
bonanza, el augurio de una vejez cómoda y plácida, con recursos para atender
los achaques y prolongar un descanso ganado con cada día de trabajo; la cabeza
antes alta proclamaba la certeza de haber construido un edificio fuerte que
mantuviera esos ingresos, siempre a base de trabajo, siempre merecido, sólido,
perdurable.
Pero el tiempo se desploma encima de uno como una piedra inmensa, un día
cualquiera en que la propia columna vertebral no logra sostener lo que a uno se
le viene encima. Todo a la vez, el que no se haya querido contar mientras
pasaba. Un revés y todo al traste. La vida soñada está de repente en entredicho
por la memez de otro; así es en este caso concreto en que asisto a ese
abatimiento que parece constante, pero que interrumpe en cuanto me ve irguiéndose
desde la primera hasta la última vértebra, en medio segundo tan ansioso como
doloroso. No saluda siquiera, se preocupa de mirar a otro lado mientras se
cruza esforzándose para ignorarme.
Los tiempos cambian, a despecho de que las personas depositen su fe en que
un buen momento pueda prolongarse en su vida para siempre. Al fin y al cabo es
posible; para desearlo sólo hay que fijarse en tantas ocasiones en que esa
suerte se ha dado, ya que sus destinatarios o los más allegados a ellos, tarde
o temprano, han hecho alarde de ello. Al escoger ese espejo para mirarse, nadie
se da cuenta de que esas experiencias se airean tanto porque son excepciones.
Ni tampoco en que al recibir ese premio, se acaba pensando que se debe mucho más al mérito que al azar, al
entorno o al momento.
Quizá por el ansia de prolongar esa suerte los que la disfrutan se imbuyen
de una idea de perpetuidad que casi nunca es cierta: porque la justicia es sólo
una puta caprichosa que va porque quiere de mano en mano y se queda el tiempo
que quiere con quien le da la gana, pero mucho más con los poderosos, que es
con los que les gusta más estar; con ellos se bebe champagne para enjuagar la
boca después de un trabajo, mientras que con los pobres, vino barato todo lo
más.
Toda esa legión de zorras abandona a unos, se va con otros, cambia de lugar; por aquí ya no aparece demasiado, al menos durante una temporada larga, porque aquí ya no hay dinero.
Ya no hay poder, ya no hay champagne. Ya nadie alivia el peso de la vida, del
tiempo, entre las maltrechas vértebras de las medianías. Sólo los poderosos de
verdad consiguen retener a la furcia de turno, instalada en sus aposentos como
una odalisca sólo mientras le muestren cada día más billetes y viajes, más
casas y más vacaciones, mucho más glamur y más armarios llenos de vestidos de
colección. Esa justicia prostituta, casquivana y perdularia se ha marchado del
regazo de los que aspiraron a algo modesto en realidad, pero quizá muy pretencioso
para sus posibles. Abandonados a su suerte ya ni siquiera miran hacia el
futuro, esa incertidumbre se encarna en una nueva curva en su espalda y su cuello,
en la observación rutinaria del embaldosado público mientras camina, en que ese es ahora el gesto natural que sus cuerpos adoptan en cuanto cae la concentración.
Avercómoacabatodoesto,
parece preguntarse ese hombre una y
otra vez según avanza, justo antes de enderezarse al verme, como por la acción
de un resorte. A una parte de mí le gustaría pararse a observarlo, o seguirlo discretamente para
asistir al momento inexorable de la vuelta a la realidad, para ver caer todo el tiempo que quiso parar sobre unos hombros antes siempre erguidos, ahora doblegados
por el peso de la adversidad, por el abandono de la fulana; por la vuelta a la angustia y a la duda, por la proximidad de la vejez; por el vástago
inútil y apocado, por la nueva circunstancia de un negocio que ya no es lo que
era; por la certeza de que al fin y al cabo él y su chiringo han envejecido
juntos para volver poco más o menos al punto de partida. Al poco, a la otra parte de mí le cuesta
disfrutar con la derrota ajena por mucho que nadie la merezca. Por eso me largo
rehuyendo el regodeo, sin perder el tiempo en la miseria que él mismo
cuadruplica, sin duda, con sus cábalas, sus cálculos, sus presentimientos para el
futuro.
Quizá sopese anunciarse en el diario local, no sea
que se trate de un simple extravío más que de un abandono: Se espera a la puta caprichosa de vuelta en casa; se la echa de menos
desde hace ya tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario