Lectors

martes, 6 de mayo de 2014

FILETE

En el tren, una novia persa se sienta con su novio frente a mí. Al poco apoya la cabeza en su hombro, cierra los ojos, se suelta. Termina por tumbarse encima de él, las piernas plegadas en un ángulo que cuando se levante le afectará. Acaba por besar a su novio, parece una odalisca abandonada a la molicie de cualquier harén, esforzándose quizá en superar las artes de la favorita.

Lo hace además en el banco de enfrente de un servidor, a quien personalmente no apetece el espectáculo. Hay hoteles, pienso con ironía mientras me río porque es lo que decía mi madre cuando veía a dos zánganos pelando la pava, a cualquier pareja como estos dos, en cualquier esquina. Ella lo espetaba en voz alta, alzando incluso la mano para recriminarles su falta de pudor, su exceso de amor, su urgencia púbica, su animalidad. Yo no llego a tanto, desvío la vista para escribir este texto mientras oigo el mismo ruido que imito para fastidio de mis hijas cuando se besa una pareja en una película: mi empatía con el pobre doblador es siempre enorme, ya que el beso en sí no me interesa demasiado. Imagino que la mayoría de la gente ni siquiera piensa en el pobre hombre o mujer que ha tenido que doblar el beso, que se arroban con el filetazo, con el maromo o con la titi. Yo no lo he conseguido nunca, siempre desmenuzo lo que veo para imaginar, digamos, las necesidades logísticas.

He acabado el párrafo y siguen a lo suyo. Espero que tengan dónde acabar el trabajo, porque si no, sé de uno que se va ir caliente a casa. De momento, ya sabe que tendrá que meter la mano en el pantalón cuando se levante. Ser joven y provocador debe ser un placer extra para ellos, porque si fueran nacionales parece que todo el mundo estaría menos asombrado, ya que la imagen pública de un persa no es ésta, desde luego; ¿no eran todos integristas? Y es que lo poco que hablan es farsi, y sus rasgos no son árabes sino persas, los de ambos.

He acabado otro párrafo y siguen hablando poco, quizá del imbécil que tienen delante que no para de aporrear su teclado, porque se ríen. Mientras tanto llega mi estación. Minimizo mi ordenador para acabar el relato en el andén, intento no molestar cuando, ya de espalda, la odalisca me pregunta en castellano casi perfecto:

¿Esto es Sitges?

Sí, respondo, es Sitges.

Y procede a incorporarse para bajar del tren. Las piernas no le responden, ríen, él se mete ipso facto la mano en el bolsillo derecho, luego en el izquierdo para ayudar mejor a su novia con la mano derecha. Ríen y ríen. Yo me sonrío también.

Me bajo. Me voy a mis asuntos. No me lo esperaba, concluyo, y en eso está buena parte de su relación. Desde luego no me lo esperaba, les agradezco saber que mi capacidad de sorpresa no está agotada.

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