En el tren, una
novia persa se sienta con su novio frente a mí. Al poco apoya la cabeza en su
hombro, cierra los ojos, se suelta. Termina por tumbarse encima de él, las
piernas plegadas en un ángulo que cuando se levante le afectará. Acaba por
besar a su novio, parece una odalisca abandonada a la molicie de cualquier
harén, esforzándose quizá en superar las artes de la favorita.
Lo hace además en
el banco de enfrente de un servidor, a quien personalmente no apetece el
espectáculo. Hay hoteles, pienso con ironía mientras me río porque es lo que
decía mi madre cuando veía a dos zánganos
pelando la pava, a cualquier pareja como estos dos, en cualquier esquina.
Ella lo espetaba en voz alta, alzando incluso la mano para recriminarles su
falta de pudor, su exceso de amor, su urgencia púbica, su animalidad. Yo no
llego a tanto, desvío la vista para escribir este texto mientras oigo el mismo
ruido que imito para fastidio de mis hijas cuando se besa una pareja en una
película: mi empatía con el pobre doblador es siempre enorme, ya que el beso en
sí no me interesa demasiado. Imagino que la mayoría de la gente ni siquiera
piensa en el pobre hombre o mujer que ha tenido que doblar el beso, que se arroban
con el filetazo, con el maromo o con la titi. Yo no lo he conseguido nunca,
siempre desmenuzo lo que veo para imaginar, digamos, las necesidades
logísticas.
He acabado el
párrafo y siguen a lo suyo. Espero que tengan dónde acabar el trabajo, porque
si no, sé de uno que se va ir caliente a casa. De momento, ya sabe que tendrá
que meter la mano en el pantalón cuando se levante. Ser joven y provocador debe
ser un placer extra para ellos, porque si fueran nacionales parece que todo el
mundo estaría menos asombrado, ya que la imagen pública de un persa no es ésta,
desde luego; ¿no eran todos integristas? Y es que lo poco que hablan es farsi, y sus rasgos no son árabes sino persas, los de ambos.
He acabado otro
párrafo y siguen hablando poco, quizá del imbécil que tienen delante que no
para de aporrear su teclado, porque se ríen. Mientras tanto llega mi
estación. Minimizo mi ordenador para acabar el relato en el andén, intento no
molestar cuando, ya de espalda, la odalisca me pregunta en castellano casi perfecto:
¿Esto es Sitges?
Sí, respondo, es
Sitges.
Y procede a
incorporarse para bajar del tren. Las piernas no le responden, ríen, él se mete
ipso facto la mano en el bolsillo derecho, luego en el izquierdo para ayudar
mejor a su novia con la mano derecha. Ríen y ríen. Yo me sonrío también.
Me bajo. Me voy a mis asuntos. No me lo esperaba, concluyo, y en eso está buena parte de su relación. Desde luego no me lo esperaba, les agradezco saber que mi capacidad de sorpresa no está agotada.
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