Lectors

lunes, 12 de mayo de 2014

OBLICUO

Sin mostrar los dientes sonríe, mientras teclea en su móvil una respuesta, mientras wasapea con alguien que le concede un minuto desde otro lugar. Su novio, quizá. Su melena morena y rizada es vistosa, su forma de cruzar las piernas algo exagerada, demasiado oblicua, sugiere toda la inestabilidad imaginable, parece que no se vaya a poder levantar. El tren ha parado otra vez en una estación mientras la observo, se sienta ante mí otra señora que maneja un libro, que hojea al azar, de postales del mundo. Absortas ambas en sus conversaciones con cualquier otra persona o lugar, sonríen, mirando una las letras que la persiguen y otra las fotos de los lugares que persigue pisar algún día.

No estamos en el mismo lugar ninguno de los tres, y sin embargo compartimos el mismo espacio mientras el tren, que ha logrado arrancar de nuevo, se arrastra a duras penas atravesando el campo maltrecho de las afueras de la ciudad. Ellas no ven los somieres que alguien ha amarrado de cualquier manera, formando una valla oxidada, mísera e inútil para que no pasen los perros, o los conejos, o los ladrones de hortalizas, ahora que la crisis aprieta al estómago después de dejar la cartera inservible.

En otros tiempos, nos habríamos saludado, presentado, habríamos entablado conversación por matar el rato, por ser conscientes del tiempo que todo espacio recorrido requiere según la velocidad a la que se viaje, por no parecer maleducados sino corteses, por ser congéneres distintos de los animales y ser capaces de hablar para dejar transcurrir los minutos, sin que parezca que no les hemos sacado provecho; o quizá por pura curiosidad. Mientras ellas la ignoran encantadas, a mí, entre los tres, es al único que queda esa curiosidad. Me habría gustado saber si era su novio -a juzgar por su sonrisa así parecía- el que tecleaba con la joven morena de larga melena ondulada y brillante. Me habría gustado saber si la señora añoraba otros tiempos, los buscaba, recordaba los espacios que aparecían en los retratos, o simplemente planeaba un viaje y no sabía el destino aún. Me habría gustado, quizá, para escribir con otro conocimiento de causa.

Quizá para no pensar que ambas estaban evadiéndose de un aburrimiento feroz, pero con lo que tenían en las manos nada más; que no era el novio, sino una amiga disculpándose por cualquier cosa, o quizá su novia y mi intuición estaba por los suelos; y que tampoco planeaba viaje alguno, sino que simplemente se entretenía con la vista de algunas postales al azar, una tarde perdida, de vuelta a casa, y rogando al cielo que el tren llegase de una vez.

En la plataforma, ante la puerta automática, dos borrachos hablan de las cárceles que conocen, mientras espero para bajar en mi estación. Hablan en voz alta de Can Brians, de la Modelo, e incluso de algunas más cuyos nombres olvido porque no conozco. ¿Debo alegrarme de no estar al corriente de cómo se llaman las prisiones que podría visitar cualquier día? Un golpe de mala suerte puede hacer que bebas del agua que te den, nunca hay que olvidarlo. Ellos lo proclaman a los cuatro vientos, sucios y ebrios como van, como son, según la vida les ha dado a entender cómo se mostraría siempre para ellos, según les ha tocado en suerte dar una y otra vez con sus huesos en la tierra, como el niño yuntero de Miguel Hernández. Exhiben el orgullo por sus existencias en derribo, contra cualquier clase de orden conocido, provocando al respetable con sus miradas airadas.



Me bajo por fin del tren y constato que no me importa un bledo ni una cosa, ni la otra, y menos aún la fortuna de los dos perlas de paso fácil a uno y a otro lado de la puerta de cualquier prisión catalana. Pero me hubiera gustado, sobre todo, saber si esa señora de 60 años largos soñaba con largarse, quizá, y dejar a su marido tirado sin saber hacerse un puto huevo frito, consciente de que habría sido eso lo que más le habría descolocado y no el hueco en una cama que ninguno de los dos sabía ya por qué razón compartían. O quizá averiguar si un matiz perverso que entreví en la sonrisa de la chica, obedecía a que se habría alegrado de que su novio hubiera acabado con su padre para que ella cobrara la herencia de una jodida vez y pudieran largarse de esta mierda de país con viento fresco y pasta en el bolsillo.

Y aunque tampoco debería, luego lo olvido todo en cuanto vuelvo a casa y escribo.  

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