Lectors

miércoles, 25 de junio de 2014

NOCHE DE SAN JUAN

Nunca me han gustado las verbenas. Por eso llego a casa sobre las diez, envuelto en una humareda de última hora que casi había olvidado. La crisis ha concentrado la vorágine de petardos en una sola noche, ya que hay el dinero que hay: antes el martirio duraba varios días y se convertía en insoportable la noche del 23. Así que la crisis no ha sido negativa en todo, algunas cosas de momento han cambiado a mejor.

Mi perra me está esperando para bajar, repuesta de una cojera alarmante de esta mañana. Es mayor, padece lishmaniosis, está tuerta por maltrato de su primer dueño, y no sabía muy bien cómo me la iba a encontrar esta noche al llegar a casa, después de haberle obligado a tragarse un antiinflamatorio para que pasase el día lo mejor posible. Veo con alegría que la cojera ha desaparecido de momento. Como siempre, me abronca por llegar tarde, cojo la correa y salimos a pasear.

No hay lugar por el que se pueda pasar en la acera, está lleno de gente tirando petardos en familia. Una actividad interesante, ésta: tirar petardos en familia. Mi hija me dice que a ella le gusta verlos porque son bonitos. Ella se limita a las bengalas y poca cosa más, debe ser un código genético eso del aborrecimiento del ruido inesperado, eso de contener cierta violencia hacia el imbécil que no se sabe con qué propósito ha encendido uno muy potente a tu paso.

En la pequeña rambla por la que vamos a pasear siempre con la perra queda un banco libre. Ante el espectáculo, decido sentarme un rato a observar las dos familias petarderas de sendos bancos de enfrente. Preveo las evoluciones de unos y otros, me asombro ante el entusiasmo de los niños a los que el padre enciende los petardos, flojos, con la brasa de un mechero de cuerda. Ríen, y los adultos ríen al verlos reír. Yo observo, espero a ver si pasa algo más.

Y en efecto pasa. Llega la hora de la responsabilidad. Se ha hecho un esfuerzo enorme en adquirir un petardo enorme, en cuyo cartón se lee en letra enorme la palabra TRO. Imagino por el nombre que hará un ruido enorme, pero estoy preparado. El padre, responsable, exige a toda su prole una distancia enorme de seguridad, e incluso manda a un adolescente que vigile que nadie penetre en un perímetro que define él mismo.



Me mira, a mí, quizá para advertirme que ha sido capaz de comprar algo enorme, parecido a la bomba H, y que quizá debería apartarme, pero después desiste al valorar el radio del perímetro de seguridad de su invención. Me avisa, eso sí, de que me tape las orejas, y yo para no ser descortés, y pese a la enorme vergüenza ajena que me inunda, obedezco.

Seguro de que nadie estorba ni puede recibir daño colateral alguno, se acerca al artefacto y lo prende. Sale corriendo hacia atrás hasta el perímetro, y al poco resuena un estruendo, ensordecedor incluso con los oídos tapados.

Me he quedado no sólo para ver el inmenso ejercicio de una responsabilidad importante, sino para ver la cara que se le queda después al fulano. No sólo sonríe con los ojos muy abiertos, meneando la mano derecha en vaivén arriba y abajo, sino que todos se maravillan ante su destreza por el ruido espantoso que ha hecho el puto petardo de los cojones. Después de ser casi felicitado por todos, quizá por no haberse llevado un dedo en el asunto vital que le ocupaba, el individuo me mira. Quizá percibe la vergüenza ajena que me invade, no lo sé. Pero acto seguido dice

- Hale, vámonos de aquí, que nos quedan treinta y ya hemos molestado bastante a los vecinos de esa zona. 

Agradezco desde algún lugar invisible de mi cerebro la consideración, casi tanto como la percepción de su propia imagen, tirando petardos como si no se pudiera hacer otra cosa la noche de San Juan.

La evolución a veces se detiene, aunque sea sólo por un instante, por una noche entera.

La noche de San Juan suele tener la cualidad de hacer evidente eso, que no siempre se quiere tener en cuenta.

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