Lectors

sábado, 9 de agosto de 2014

HABLAR CON LA BOCA LLENA

Me decían de pequeño que es de mala educación hablar con la boca llena. Que hay que esperar a tragar, para decir cualquier cosa.

A menudo ocurre lo mismo con algunos artículos, resultan inoportunos por lo previsibles que son, por poco o nada concretos, por estar cargados de tópicos que se han convertido en un recurso fácil para que la audiencia vea que cuando se quiere criticar algo, se critica, y que el autor tiene una opinión y un análisis bien fundado, eso sí, sobre temas que se vienen tratando con los mismos contenidos, de artículo en artículo, de autor en autor, desde hace diez años o más. Pero se toca el tema otra vez, con el mismo contenido, ¿por qué no? Total, me pagan quince euros por escribirlo, piensa quien lo escribe, no creo que espere nada de lo que no soy capaz, de todas maneras, de darle.

Hay quien se ha acomodado en este género tan confortable a la hora de escribir. Hace tiempo oí un discurso que abría la puerta de lo que está pasando; el orador comenzaba diciendo que le habían pedido que se moderase a la hora de criticar, de hacer un balance del estado en que se encontraba el vino catalán. Y en efecto, habló de que todo estaba perfecto en el ámbito de la producción, pero que lo que faltaba era vender, vender, vender. La crítica fácil, la justa para quedar bien, la imprescindible para que todo el mundo piense que tiene criterio propio, pero que también es un animal político útil, capaz de guardar las distancias y de crear espacios en los que todos estaríamos de acuerdo y podríamos trabajar juntos.

En esta línea hay muchos que se mueven como peces en el agua, asintiendo cuando se afirma que hay problemas, pero argumentando que eso no debe empañar que hay cosas buenas en el horizonte. Y se apresuran a llenarse la boca con ellas para echar tierra de inmediato sobre cualquier discurso crítico, que por arte de magia queda tan ignorado como pospuesto. Pero no se entiende nada de lo que dice uno con la boca llena, aparte de lo feo que es hacerlo.

En esta línea, desde hace un tiempo, van apareciendo, uno tras otro, artículos más o menos legibles en las escasas zonas de pretendida “opinión libre” de algunos medios. Si quisiera ser como ellos, diría que sus autores tienen mucha más capacidad crítica de la que publican, porque cuando lo hacen se cortan no sé por qué clase de miedo. Una especie de vergüenza inconfesable les fuerza a exponer una realidad levemente desajustada, para acabar siempre con un final feliz: con ejemplos vivos de excepciones que evidencian que es posible hacerlo bien, con nombres y apellidos para no desaprovechar ni una sola ocasión de desmelenarse botando la pelota tanto como se pueda. 

Como ejemplo reciente, a estas alturas, hablar de que los restaurantes no tienen suficiente vino catalán no aporta nada, es un topicazo vulgar y sobado hasta la médula, es una fórmula conocida de compensación de un discurso constante de alabanzas, de panegíricos, de reverencias, de genuflexiones, de cultura del vino al uso. Lo peor es que quien se ha instalado en esta dinámica para los restos es previsible hasta la desesperación: acaba, por supuesto, llenándose la boca con los nombres de quienes lo hacen bien, incluyendo alguno, además, con quien comparte intereses.

Este estado intelectual casi catatónico de parte de la prensa del sector raya el insulto a la inteligencia, eso es lo más grave. Además, lo entierra en un mar de zalamerías mutuas que no permite ninguna clase de avance real en el debate, lo instala en la técnica de los matices constantes ante cualquier afirmación, que nacen con la intención de establecer excepciones que puedan servir de cortina de humo, de prórroga; argumentos que buscan amparo en una respuesta afirmativa contenida siempre dentro de la politesse estructural, argumentos que en esencia pretenden afirmar que las excepciones no confirman la norma sino que la desmienten.

Puede que con otro tipo de contenidos las estructuras comerciales actuales -incluida la prensa del vino- no sepan vender, pero quizá valdría la pena aprender cosas nuevas, en lugar de quedarse siempre atendiendo el corto plazo mediante la repetición infinita de técnicas demasiado conocidas.

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