Lectors

jueves, 23 de octubre de 2014

POMPAS

Bajando por la avenida, tras el arco, se nota una brisa suave pero constante, tanto que parece que es cosa de todos los días.

En este lugar hace algo de viento siempre, pues. Antes, hace siglos, cualquiera  hubiera construido un molino, para evitar el trabajo de las mulas o de los hombres. Ahora es suficiente con una palangana con agua jabonosa, un individuo cuya ropa sólo convive cada día con ese jabón, pero no lo toca: y en sus manos, dos palos unidos en su extremo por diversos tipos de cuerda.

Esas cuerdas pueden dibujar algo parecido a varios círculos pequeños, o bien discurrir paralelas entre los dos extremos de los arcos. Depende, según veo al bajar, del tamaño de la pompa que se quiera hacer gracias a ese viento constante y al movimiento del saltimbanqui.

Una niña salta ante él: cada vez más cerca de él, aniquila cada pompa que sale, irisada, trémula, densa, de entre las cuerdas. Cada pompa es una esperanza de ingreso, y la niña en principio una bendición: pero el jabonero, orgulloso de su creatividad, le dice que se aparte, y su padre también. Que deje que las pompas corran un poco, que el espectáculo único que el viento piensa en dibujar se exprese al menos unos segundos. 

Cabizbaja, contrariada, la niña desprecia las pompas: todo o nada. Quiere irse, le dice a su padre. No le parece bien que le digan cómo debe divertirse.

Creo que el jabonero la echa ya de menos. El viento ahora levanta las pompas y tardan una eternidad en explotar. Su caja casi no existe, se ha quedado sin clientes, ni siquiera tiene espectadores. Hace muchos años leí en Rayuela, de Cortázar, una reflexión inversa sobre los grafitis de tiza que los artistas pintaban en la acera y su valor real: que no era otro, según él, que borrarse poco a poco, gracias a la lluvia constante de París y a los pasos perdidos de los peatones, para que en su lugar pudiera venir otro artista a hacer otro grafiti, y volver a empezar  con la rueda. 

Todos estos negocios funcionan parecido. Todos estos negocios necesitan algo así como una niña que explote las pompas de jabón.

Lo que pasa es que el jabonero no se ha enterado: debe ser tan nuevo en esto como sucia está su ropa, a pesar de manejar tanto jabón.

Completándose ambas paradojas, tiene cierta edad el hombre como para no haberse dado cuenta aún de que necesita una niña cuanto antes. 

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