Lectors

lunes, 6 de octubre de 2014

"Odio las teorías"


Diez minutos mientras dejo reposar la infusión que, entre otras hierbas,  contiene una que se llama harpagofito. Impresionante, he pensado: con ese nombre tiene que funcionar, es imposible que sea un camelo. Por eso, además, he comprado un alcohol vitaminado también con harpagofito que ya he probado en mi pie izquierdo. Hace demasiado poco tiempo como para notar resultados, así que le daremos confianza por un rato más.

Mientras esperaba el autobús, una chica menos crédula que yo estaba con un amigo, sentados los dos como yo mismo en el escalón de la parada. El chico, argentino, intentaba encandilarla con una labia cantada y un discurso algo previsible, etéreo, intangible, poético, ese que Borges y Cortázar dejaron en la mente de todos sus compatriotas hace ya tiempo, sellado, impreso a fuego: le dieron forma, lo escribieron, lo formularon para que todos supieran parecer distintos al resto de los mortales. El chico intenta y reintenta, pero parece que no hace mella ninguna. Parece que ella esté esperando la ocasión para salir del apuro, de un acoso que no es tal, sino probablemente amor o encoñamiento; y es que al principio no hay demasiada diferencia, en realidad.

El hombre sigue con su cháchara, ella parece que escucha sólo a ratos, frases sueltas, hasta que al pobre fauno le pierde su priapismo. La sangre, que estaba en otro sitio, le hace decir una coletilla que ella aprovecha para salir por patas:

- Verás, es que yo tengo una teoría…

A lo cual ella, sin dejarle seguir y sin mostrar el más mínimo interés, espeta

- Odio las teorías. Las odio.
- ….

Lo ha afirmado con cierta rabia, quizá harta de escuchar cómo se escucha el ultramarino. Hasta el punto de que ahora habla ella. Más bajito, no me atrevo a fisgar más, imagino el resto por cómo se va torciendo el gesto del macho en celo, cuyo ritual se está desmoronando por tiempos.

Para colmo, viene el autobús. Quizá la chica maneja bien los tempos, porque llega puntual a la hora. Maldito autobús, bendito autobús, pensaba yo, porque si ambos suben no sé a dónde puede llegar todo esto, y si sólo ella sube entonces el hombre se va para casa con la columna vertebral deshecha por el palo que le han dado. Sube ella. Él espera que el autobús se vaya, se despide con la mano, mientras, intenta esbozar por encima de un rubor inesperado una sonrisa patética. Tontolaba, pienso para mí, qué haces ahí pasmado, lárgate cuanto antes, mientras ella se sienta precisamente, de nuevo, a mi lado.

Saca el móvil y wasapea de inmediato, en cuanto gira el autobús y perdemos todos al cornudo de vista. Se parte de risa todo el resto del viaje, en conversación con alguna amiga. Qué crueldad. Además, la vida pasa factura.




Quizá encuentre genial haber acabado con el asunto con una especie de declaración incuestionable de incompatibilidad vital: "si uno de los dos vive en la teoría y el otro odia las teorías, lo nuestro es imposible". Si es así, el futuro rosa será breve para ella y después amargo en cuanto se le pase el palmito.

Echo de menos los tiempos en que no había móvil. Al menos se habría esperado a llegar a casa, a coger el teléfono cuanto antes, a comentar, en privado en su sofá, con cualquier amiga, el ridículo ajeno, a hacer picadillo, pero menos, al último desgraciado que se le ha cruzado. Y es que tal como es y tal como se ríe, parece que no es el primero ni espera que sea el último. 

La infusión ya está lista. Ahora probaré si lo que me han explicado en la tienda sobre el harpagofito era una teoría o no lo era. Si no se convierte en realidad, de todos modos, no dejaré de ser tan crédulo.

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