Lugar de encuentros, incluso
imprevistos. Cuando uno se muere no lo piensa o no le importa ya, pero hace que
un montón de personas se vuelvan a ver. Algunas de ellas, al salir, murmurarán
de cualquiera “hay que ver lo viejo que está” o “siempre le gustó comer, pero
creo que se ha pasado estos últimos años”.
A vueltas con la muerte de cualquiera, es evidente que las compañías
funerarias, privadas o municipales, deben su existencia al imbécil que dijo eso
de no tengo dónde caerme muerto. Uno
debe ser digno hasta en la muerte, hasta cuando ya no se va a enterar. En todos
los entierros a los que he asistido, siempre he tenido la sensación de que no
es en vano que somos biodegradables por definición: de que toda esa industria
es un exceso indebido, de que parece que los humanos nos empeñamos en ser
distintos al resto de la materia hasta en eso.
El caso es que suelo llegar tarde a estas historias. Hoy creo que también
llego tarde, el tren siempre falla, y mi idea de la cercanía de una estación de
metro o de otra parece que tampoco anda demasiado fina. Detrás de todo ello
parece que siempre hay alguna intención. Tengo que averiguarlo antes de dar
motivo a algún texto como éste.
Pensaba de verdad en traer una buena botella conmigo para que los
afectados, a quienes conozco de verdad, se la bebieran a la salud de la
interfecta. Pero en el último momento me ha parecido algo extravagante: la
muerte no es algo que se integre en la vida de las personas, no todo el mundo
lo lleva igual. Antes de ser considerado como siempre he sido, como el que hace
siempre esas boutades, he preferido
ser prudente: la llevaré otro día para que lo hagan en privado si les da la
gana. Yo, para que conste ya de antemano, espero que cuando me toque no me
encuentren, y en cuanto tarde en aparecer queda todo el mundo autorizado a
saquear mi bodega con la condición de beberse una copa de cada descorche a mi
salud. Si por casualidad para entonces ya me lo he bebido todo, espero que no
sean ratas y que compren algo para mojar la ocasión en mi nombre. No es una
celebración, es una despedida, por eso hay que mojarla con algo que valga la
pena.
Estábamos en que llego tarde hoy también. En fin, pienso, qué se le va a
hacer. Miro en la lista el nombre que busco, lo encuentro, indica un número de
velatorio y voy hacia allí. Veo unos sofás delante de la puerta. Nadie a la
vista. Joder. Puerta cerrada. Joder, tan tarde llego? Últimamente no me entero
de nada de lo que me dicen.
El único sitio que me queda por mirar es el oratorio. En efecto, aquí van
deprisa y está repleto de gente. Se entra gracias a una puerta que necesita un
engrase, además no hay bancos libres hasta la parte opuesta de la sala, y sólo
en la parte del final. Sorprendido ante la enorme popularidad de la muerta, ya
me parece bien el lugar que me ha quedado: al fin y al cabo llego tarde, el
último como siempre, pienso mientras camino. Para tocarme un poco más los
cojones, el suelo encerado que mis botas de suela de goma denuncian como
demasiado limpio delata al último gilipollas que siempre llega tarde a todas
partes, a base de chirridos que molestan a la cantante y a la orquestilla de
tres al cuarto, que vive de la mala conciencia que tiene la gente con sus
muertos, o de la imagen que quieren dar delante de familia y allegados.
Al fin llego al banco y dejo de atraer miradas de reprobación. Todo el
mundo está de pie, de modo que no me siento. Por un momento pienso en acercarme
a los bancos del principio, pero me parece algo descarado. Dentro de mí
visualizo la imagen, sin embargo: el último en llegar se acerca al banco de
presidencia, mira las jetas del personal, y se va sin necesidad, siquiera, de
decir en voz alta “éste no es mi muerto, me he equivocado”. Feo. Muy feo.
Una especie de Raquel Meller tortura una especie de Lied de Schubert, pero
con una especie de fondo de guitarras españolas, la mar de original. No sabría
decir qué ni en qué lengua canta, insensible como suelo ser a estas chorradas
por las cuales no entiendo que la gente pueda llegar a ganar dinero. La imagino
cuidándose la voz con clara de huevo, como hacía el lobo feroz, no para cantar
por arte, sino para sus actuaciones mortuorias del día siguiente, en las cuales
repetirá cada canción de su repertorio, juntamente con los dos músicos que la
acompañan, al menos dos veces cada hora. Por dios.
Cuando acaba la vicetiple me siento como todo el mundo, pero un poco
después por intentar reconocer a alguien en el primer banco. Aunque les veo de
espalda, no conozco a nadie y empiezo a sospechar que me he equivocado de
muerto. Que efectivamente esto debía ser a las 8 de la mañana y no me enteré.
Que soy un puto desastre. Que
tendré que llamar nada más salir para
disculparme, y entonces casi hubiera sido mejor que trajera la botella, ya que
quedaré como el puto capullo que no puede dejar, nunca, de no enterarse de
nada.
Se hace un silencio de esos de los de misa, de susurros en decrecendo, un instante de rebeldía de cada uno ante la norma que al final se impone. El rumor de bancos y
voces quedas se apaga y una profesional como la copa de un pino, de esas que
lee la misma página cada día treinta veces sin equivocarse de nombre, ya que es
lo único que cambia, comienza una perorata en tono de lástima trascendente, muy
apropiado.
Hoy nos hemos
reunido aquí para confortar a una familia: la familia de Miquel….
Como si fuera una decisión propia, mis piernas se vuelven autónomas, y mis
ojos no se molestan siquiera en mirar cuántos cuellos se giran a averiguar
quién es el maleducado que no es capaz de esperar a que acabe la matraca que,
entre esa pájara y el curita, van a clavarle a todo el mundo. No me apetece ver
en la expresión de más de uno esa frase evidente: coño, si es el mismo hijo de puta que ha llegado tarde. El muy cabrón
ahora se larga, mientras oyen el chirrido de cada uno de mis pasos contra
el suelo. Camino de la puerta casi se me escapa una sonrisa ante el mecanismo
del todo automático que mi cuerpo ha puesto en marcha, hasta tal punto que
pensé que no fuera cosa del diablo, que lleva mal estar en espacios sagrados.
No sé si lo es, porque el tono y la prosodia de la liturgia, de cualquier
liturgia, hace tiempo que me produce escalofríos nada más oírlo. Llego hasta la
puerta conteniendo la sonrisa. No hubiera podido aguantarla más.
Al salir, pienso, habrá gente. No es lugar para partirse la caja. De modo
que me aguanto de nuevo: miro el alcance de mi cagada monumental en el libro de
firmas, parece que está programado para las 9:45, pero de mañana.
Madre de dios me ampare.
Salgo al jardín ante la
entrada.
Río un poco, de espaldas a toda una burguesía barcelonesa que va llegando
vestida de oscuro, de traje, de abrigo de piel, de domingo sombrío, de muerte,
de pasmo, de trascendencia, de reflexión, de circunstancia… Caras que preparan
las frases hechas. Caras de fastidio, a veces por dolor, a veces por la mañana
jodida que se va para siempre; y, siempre, siempre por tener que acercarse a la
muerte, que no mola nada.
Llamo.
Resultado: hoy es
el velatorio a partir de las 11:30, mañana el responso (que palabra más
bonita!) y el entierro.
He llegado a tiempo. Por una vez, antes que nadie.
Comienzo a no entender. Ahora la cago y no registro nada de lo que me
dicen, pero me sale bien. Debe ser que ha cambiado el año. Debe ser que soy más
viejo. No lo sé. Y supongo que debería importarme, pero tampoco me quitará el
sueño. Esto no.
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