Lectors

lunes, 5 de enero de 2015

Paz de espíritu


Lugar de encuentros, incluso imprevistos. Cuando uno se muere no lo piensa o no le importa ya, pero hace que un montón de personas se vuelvan a ver. Algunas de ellas, al salir, murmurarán de cualquiera “hay que ver lo viejo que está” o “siempre le gustó comer, pero creo que se ha pasado estos últimos años”.

A vueltas con la muerte de cualquiera, es evidente que las compañías funerarias, privadas o municipales, deben su existencia al imbécil que dijo eso de no tengo dónde caerme muerto. Uno debe ser digno hasta en la muerte, hasta cuando ya no se va a enterar. En todos los entierros a los que he asistido, siempre he tenido la sensación de que no es en vano que somos biodegradables por definición: de que toda esa industria es un exceso indebido, de que parece que los humanos nos empeñamos en ser distintos al resto de la materia hasta en eso.

El caso es que suelo llegar tarde a estas historias. Hoy creo que también llego tarde, el tren siempre falla, y mi idea de la cercanía de una estación de metro o de otra parece que tampoco anda demasiado fina. Detrás de todo ello parece que siempre hay alguna intención. Tengo que averiguarlo antes de dar motivo a algún texto como éste.

Pensaba de verdad en traer una buena botella conmigo para que los afectados, a quienes conozco de verdad, se la bebieran a la salud de la interfecta. Pero en el último momento me ha parecido algo extravagante: la muerte no es algo que se integre en la vida de las personas, no todo el mundo lo lleva igual. Antes de ser considerado como siempre he sido, como el que hace siempre esas boutades, he preferido ser prudente: la llevaré otro día para que lo hagan en privado si les da la gana. Yo, para que conste ya de antemano, espero que cuando me toque no me encuentren, y en cuanto tarde en aparecer queda todo el mundo autorizado a saquear mi bodega con la condición de beberse una copa de cada descorche a mi salud. Si por casualidad para entonces ya me lo he bebido todo, espero que no sean ratas y que compren algo para mojar la ocasión en mi nombre. No es una celebración, es una despedida, por eso hay que mojarla con algo que valga la pena.

Estábamos en que llego tarde hoy también. En fin, pienso, qué se le va a hacer. Miro en la lista el nombre que busco, lo encuentro, indica un número de velatorio y voy hacia allí. Veo unos sofás delante de la puerta. Nadie a la vista. Joder. Puerta cerrada. Joder, tan tarde llego? Últimamente no me entero de nada de lo que me dicen.

El único sitio que me queda por mirar es el oratorio. En efecto, aquí van deprisa y está repleto de gente. Se entra gracias a una puerta que necesita un engrase, además no hay bancos libres hasta la parte opuesta de la sala, y sólo en la parte del final. Sorprendido ante la enorme popularidad de la muerta, ya me parece bien el lugar que me ha quedado: al fin y al cabo llego tarde, el último como siempre, pienso mientras camino. Para tocarme un poco más los cojones, el suelo encerado que mis botas de suela de goma denuncian como demasiado limpio delata al último gilipollas que siempre llega tarde a todas partes, a base de chirridos que molestan a la cantante y a la orquestilla de tres al cuarto, que vive de la mala conciencia que tiene la gente con sus muertos, o de la imagen que quieren dar delante de familia y allegados.

Al fin llego al banco y dejo de atraer miradas de reprobación. Todo el mundo está de pie, de modo que no me siento. Por un momento pienso en acercarme a los bancos del principio, pero me parece algo descarado. Dentro de mí visualizo la imagen, sin embargo: el último en llegar se acerca al banco de presidencia, mira las jetas del personal, y se va sin necesidad, siquiera, de decir en voz alta “éste no es mi muerto, me he equivocado”. Feo. Muy feo.

Una especie de Raquel Meller tortura una especie de Lied de Schubert, pero con una especie de fondo de guitarras españolas, la mar de original. No sabría decir qué ni en qué lengua canta, insensible como suelo ser a estas chorradas por las cuales no entiendo que la gente pueda llegar a ganar dinero. La imagino cuidándose la voz con clara de huevo, como hacía el lobo feroz, no para cantar por arte, sino para sus actuaciones mortuorias del día siguiente, en las cuales repetirá cada canción de su repertorio, juntamente con los dos músicos que la acompañan, al menos dos veces cada hora. Por dios.

Cuando acaba la vicetiple me siento como todo el mundo, pero un poco después por intentar reconocer a alguien en el primer banco. Aunque les veo de espalda, no conozco a nadie y empiezo a sospechar que me he equivocado de muerto. Que efectivamente esto debía ser a las 8 de la mañana y no me enteré. Que soy un puto desastre. Que tendré que llamar nada más salir para disculparme, y entonces casi hubiera sido mejor que trajera la botella, ya que quedaré como el puto capullo que no puede dejar, nunca, de no enterarse de nada.

Se hace un silencio de esos de los de misa, de susurros en decrecendo, un instante de rebeldía de cada uno ante la norma que al final se impone. El rumor de bancos y voces quedas se apaga y una profesional como la copa de un pino, de esas que lee la misma página cada día treinta veces sin equivocarse de nombre, ya que es lo único que cambia, comienza una perorata en tono de lástima trascendente, muy apropiado.

Hoy nos hemos reunido aquí para confortar a una familia: la familia de Miquel….

Como si fuera una decisión propia, mis piernas se vuelven autónomas, y mis ojos no se molestan siquiera en mirar cuántos cuellos se giran a averiguar quién es el maleducado que no es capaz de esperar a que acabe la matraca que, entre esa pájara y el curita, van a clavarle a todo el mundo. No me apetece ver en la expresión de más de uno esa frase evidente: coño, si es el mismo hijo de puta que ha llegado tarde. El muy cabrón ahora se larga, mientras oyen el chirrido de cada uno de mis pasos contra el suelo. Camino de la puerta casi se me escapa una sonrisa ante el mecanismo del todo automático que mi cuerpo ha puesto en marcha, hasta tal punto que pensé que no fuera cosa del diablo, que lleva mal estar en espacios sagrados. No sé si lo es, porque el tono y la prosodia de la liturgia, de cualquier liturgia, hace tiempo que me produce escalofríos nada más oírlo. Llego hasta la puerta conteniendo la sonrisa. No hubiera podido aguantarla más.

Al salir, pienso, habrá gente. No es lugar para partirse la caja. De modo que me aguanto de nuevo: miro el alcance de mi cagada monumental en el libro de firmas, parece que está programado para las 9:45, pero de mañana.

Madre de dios me ampare.

Salgo al jardín ante la entrada.

Río un poco, de espaldas a toda una burguesía barcelonesa que va llegando vestida de oscuro, de traje, de abrigo de piel, de domingo sombrío, de muerte, de pasmo, de trascendencia, de reflexión, de circunstancia… Caras que preparan las frases hechas. Caras de fastidio, a veces por dolor, a veces por la mañana jodida que se va para siempre; y, siempre, siempre por tener que acercarse a la muerte, que no mola nada. 

Llamo.

Resultado: hoy es el velatorio a partir de las 11:30, mañana el responso (que palabra más bonita!) y el entierro.

He llegado a tiempo. Por una vez, antes que nadie.

Comienzo a no entender. Ahora la cago y no registro nada de lo que me dicen, pero me sale bien. Debe ser que ha cambiado el año. Debe ser que soy más viejo. No lo sé. Y supongo que debería importarme, pero tampoco me quitará el sueño. Esto no.


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