Me ha puesto de
mala leche.
De muy mala
leche.
En realidad, empiezo
a estar harto de que los tres oficios del futuro sean tan vulgares: si sirves
para el deporte profesional, a ser posible fútbol o tenis, cojonudo, ésa es la
primera opción. La segunda, hacerse cocinitas
para salir por la tele trinchando verduritas a toda velocidad y sin llevarse
tres dedos por delante. Y la tercera sería hacerse tertuliano.
No sé muy bien qué
decir al respecto de ninguna de las tres. De la primera, salvo excepciones,
imagino a la inmensa mayoría de futbolistas entendiendo a la perfección el
grito de gorila del otro día, un grito de júbilo, de victoria, de orgullo, de
humillación del contrario, un grito de esos del cordobés: de verdá de deporte.
De la tercera es
mejor no hablar demasiado. La vergüenza ajena es casi tan grande como en el
caso de los deportistas, mayor aún, por lógica pura, si se trata de una
tertulia deportiva.
Ahora vamos con
el segundo colectivo. Hay de todo, pero el otro día uno especialmente imbécil
me sacó de mis casillas. Un tres estrellas Michelin, un tal muñoz que anuncia
mercedes. Se debe creer suficientemente importante como para despellejar vivo a
un pescado y acto seguido ponerlo en la sartén. Madredediosmeampare. Vaya gilipollez.
Eso es creerse
por encima del mundo entero. El sabor lo es todo, el fin justifica cualquier
cosa. Uno acaba por pensar que si esa es la premisa hay que ser muy gilipollas.
A mí me hubiera sabido agrio solamente por pensar en que para que yo coma,
alguien ha tenido que morir muy mal. Sí, sólo es un pescado. Pero no puedo
evitar una mueca de asco y mucha empatía. No creo que nadie valga tanto como
para pasar por encima de eso, para ser tan presumido, tan imbécil.
Sobre todo por lo
innecesario.
Si hay gentuza
que es capaz de esto, espero no tener que compartir nada con ellos nunca.
Y sí, me he
quedado muy a gusto.
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